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El rastro de la Historia

1800: la fiebre amarilla asola Sevilla

  • La epidemia de la enfermedad también conocida como 'vómito negro' supuso la muerte del 20% de los sevillanos

1800: la fiebre amarilla asola Sevilla

1800: la fiebre amarilla asola Sevilla

En su gran obra El miedo en Occidente, Jean Delumeau nos enseña que las epidemias fueron para la población europea una de las principales causas de terror durante el Antiguo Régimen. Más incluso que las guerras, porque, debido a los escasos conocimientos científicos del momento, las oleadas de enfermedades infecciosas se achacaban a castigos divinos. Si con la covid-19 nosotros acabamos de experimentar el miedo que produce una pandemia pese al potentísimo sistema de salud del que disfrutamos, hay que imaginar lo que sentirían las personas que veían los cuerpos abandonados en medio de la calle o a las que les llegaba el olor a putrefacción de los enterramientos saturados, mientras pasaban procesiones rogando al cielo clemencia. El paisaje urbano de las ciudades que sufrían una epidemia era absolutamente dantesco: calles vacías, comercios cerrados, carros cargados de muertos camino del cementerio...

Sevilla, como cualquier otra ciudad -y especialmente las que tenían puerto- ha sufrido numerosas epidemias a lo largo de su historia. Por la documentación sabemos que la más dura fue la muy conocida 'peste levantina' de 1649, en la que desaparecieron casi la mitad de sus habitantes y de la que tardó décadas en recuperarse. Pero también hubo otras de profundo impacto, como la que traemos hoy a este Rastro de la Historia: la epidemia de fiebre amarilla de 1800.

Conocida también como vómito negro, la fiebre amarilla es una enfermedad provocada por un virus que se transmite a través de la picadura de mosquito. Aún hoy no tiene un tratamiento efectivo y sigue causando estragos en algunos puntos de Suramérica y África Subtropical, de ahí lo importante de las campañas de vacunación.

Según todas las fuentes, la epidemia de fiebre amarilla de 1800 se inició en Cádiz debido a un barco llegado de América, a principios del mes de agosto. Su propagación fue rápida y siguió el camino de Cádiz a Sevilla (el mismo que todavía realiza el ferrocarril): San Fernando-Puerto Real-Puerto de Santa María-Jerez-Lebrija-Dos Hermanas.

Los primeros casos de enfermedad se dieron en Triana y de ahí saltaron a los Humeros, para después pasar a San Vicente y toda la ciudad. Desde el principio se vio la gravedad de la situación. Gracias al historiador y escritor sevillano Álvaro Pastor, conocemos el estremecedor documento Razón de lo acaecido en el castigo epidémico que con tanta misericordia nos mandó Ntro. Sr. El año de 1800, escrito por el franciscano fray Juan Francisco Muñoz, clavero del convento de Santa Inés y superviviente de la epidemia. En él podemos leer:

"A los pocos días se llenaron las bóvedas y las sepulturas de la iglesia de Sra. Sta. Ana, de cadáveres, cuya fetidez hizo que el día 27 del mismo mes trasladaran a S.M. al Convento de San Jacinto y que este sirviera de Parroquia, cerrando la de Sra. Sta. Ana y tabicando sus ventanas y bóvedas, y haciendo una zanja en el campo donde enterrar los cuerpos, llamándole el camposanto de Triana a este sitio".

El pánico no tardó en cundir en la ciudad, huyendo todo aquel que podía permitírselo y produciéndose la terrible disolución de los lazos de afecto, algo común en todas las grandes epidemias.También, por supuesto, se dieron ejemplos de heroismo (especialmente de religiosos administrando sacramentos y médicos y enfermeros) o amor extremo. Al igual que las guerras, las epidemias sacan lo mejor y lo peor de las gentes. Hay que tener en cuenta que en los momentos más duros llegaron a fallecer 460 personas al día en una ciudad que no llegaba a los 81.000 habitantes. 

La sociedad del momento reaccionó como solía hacer en estos casos. Por una parte tomó una serie de medidas técnicas: habilitó hospitales, abrió fosas comunes, cerró la ciudad, etcétera. Por la otra, fomentó todo tipo de procesiones y rogativas para pedir a Dios el final de lo que se estimaba un castigo divino. Así, vemos cómo, durante los meses que duró la pandemia, se organizaron multitud de procesiones entre las que destacan las de la Hiniesta, el Gran Poder, la Virgen del Amparo, La O, el Santo Cristo de San Agustín, la reliquia del Lignum Crucis y un largo etcétera. También varias procesiones de San Sebastián, santo protector en toda Europa ante las epidemias y pestes. Para apoyar estas peticiones, "los Señores de la Ciudad hicieron voto de no hacer comedias en Sevilla". 

En el apartado 'y con el mazo dando', se tomaron todo tipo de medidas. Desde el principio, la ciudad pagó la instalación de un Hospital en la Victoria de Triana. Cuando, debido a la muerte o a las deserciones, faltaron enfermeros y enterradores para atender a los enfermos, el cabildo se encargó de que los presos de las cárceles hiciesen esta labor. Asimismo, tal como cuenta Fray Juan Francisco Muñoz:

“dispuso la Ciudad que todo el que moría fuese sepultado en los cementerios, que a este fin se destinaron, sin excepción de personas y toleraron que en los conventos se hiciesen zanjas fuera de las iglesias y claustros para dar en ella sepultura a los Religiosos y Religiosas”.

Asimismo, y viendo que el problema avanzaba:

“Puso la Ciudad otro hospital general, en el que lo es de mujeres, llamado hospital de la Sangre en el barrio de la Macarena, y señaló sitios de cementerio para sepultar los cadáveres, uno en el campo de San Lázaro y otro en Tabladilla, junto a la venta de Eritaña, y a estos sitios iban conducidos los cadáveres en carros que puso la Ciudad, tirados por mulos para llevar 12 o 14 cuerpos cada uno, unos sobre otros, sin distinción de sexo ni de personas, y en el mismo orden los enterraban en las zanjas de dichos camposantos”.

Paralelamente, resume Álvaro Pastor, el día 5 de septiembre se cerraron las puertas de la ciudad, dejando sólo cuatro abiertas: Triana (oeste), la del Arenal (suroeste), la de Carmona (este) y la de la Macarena (norte), cortando la comunicación con todos los demás pueblos”, cosa que como era natural causó una gran carestía “en todos los géneros y comestibles”. 

Otra fuente fundamental para estudiar la epidemia de 1800 son los Anales epidémicos y Anales de Sevilla, de 1800 a 1850, del cronista de la ciudad José Velázquez y Sánchez. Según algunos datos, en una población de 80.568 personas se produjeron 14.685 muertos y se curaron 61.718 enfermos. Es decir, hubo una mortalidad de casi un 20%, una cifra más que alta. Sin embargo Fray Juan Francisco Muñoz eleva la mortalidad a 22.000 personas y da un apunte interesante:

"de dicho número apenas llegaría a 2.000 mujeres las que fallecieron, cuando al mismo tiempo pasaron de 2.300 los eclesiásticos y religiosos que murieron, siendo uno de los castigos con que el Señor nos oprimía".

Aunque ya a finales de octubre había finalizado prácticamente la epidemia, oficialmente se dio por cerrada el domingo 23 de noviembre con un Te Deum dirigido por el arzobispo e infante de España Luis María de Borbón.

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