Julio Aparicio gana el XXXVIII Ciclo de Promoción de nuevos valores

La primera y más grata sorpresa había sido el entradón, el impresionante ambientazo, las ganas de toros en esta víspera de Santiago. Era una final de extraño argumento, colofón de un ciclo algo falto de alicientes que se había resuelto con ocho novillos para los cuatro aspirantes escogidos por el jurado de asesores. Pero a la postre, a pesar del metraje previsto, y hasta del bajo nivel vivido en los festejos clasificatorios iba a convertirse en un espectáculo ameno y entretenido -que contó a favor con el variedo e interesante encierro de Gabriel Rojas- en el que, el mismo jurado, iban a declarar ganador a Aparicio dejando como segundo y tercer clasificados, respectivamente, a Bombita y Domínguez.

Había abierto plaza el sevillano Bombita, seguramente el más avalado para llegar a esta final, que no terminó de estar a gusto con un eral, el primero, que demandaba otras distancias, perderle algunos pasos para resolver las exigencias de su temperamento. Tuvo que esperar al quinto, un novillo rajado, para mostrar los destellos de su más íntima personalidad torera: ese toreo espumoso, de raíz tan hispalense que le abrió hace dos semanas las puertas de esta final. Resultó enganchado apartosamente en el embroque de la estocada y cortó una oreja.

El albaceteño Alejandro González, fiel al predicamento de su tierra, se mostró solvente y templado, también algo mecánico, con un segundo de excelente clase, prontitud y humillación al que tampoco logró cuajar por completo. Eso sí, se tiró a matar y agarró un estoconazo del que salió prendido y el toro rodado. Cayó una oreja. Con el mansísimo sexto se le concede el beneficio de la duda.

El tercero en discordia, Julio Aparicio, volvió a mostrar su indisimulada sumisión al modelo marcado por su tío Julio, presente en la plaza, frente a un tercero bravo y codicioso con el que hizo saltar chispazos de calidad un punto sobreactuados que, eso sí, tuvieron la virtud de calar en el público. La espada, una vez más, iba a ser infalible y puso en sus manos otro trofeo. Con el séptimo, un ejemplar con disparo en la embestida, iba a desinhibir por completo ese toreo rítmico y de expresión, casi coreografiado, en una labor que tuvo la cualidad de lo distinto. El acero, esta vez, le iba a privar del trofeo.

El cuarto correspondía a Manuel Domínguez, que se había traído una legión de partidarios de Mairena del Aljarafe. La verdad es que acabaría formándole un auténtico lío a ese eral, de muchos pies, movilidad emotiva y un punto bravucón, al que acabó entendiendo en una faena cada vez más ligada, fresca y con sentido de la expresión que remató de un estoconazo que puso en sus manos una oreja. Eso sí: le pidieron con fuerza la segunda. Tenía el ambiente a favor y la victoria en la mano cuando saltó el octavo al filo de la medianoche repitiendo el mismo argumento: ilusión, entrega y proyección de lo que puede llegar a ser aunque la cosa iba a enredarse con la espada.