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la tribuna

Ángel Rodríguez

Alcaldes y parlamentarios

LA decisión sobre si, a partir de la próxima legislatura, alcaldes y otros cargos públicos podrán o no ser también parlamentarios andaluces se encuentra acotada -en eso consiste el Estado de Derecho- por normas que vinculan incluso a los órganos que tienen capacidad para cambiar el resto. A mi modo de ver, tanto la Constitución como el Estatuto de Autonomía enmarcan por sus cuatro lados las alternativas entre las que, a este respecto, podría optar nuestro Parlamento: dejar las cosas como están, establecer la incompatibilidad entre la alcaldía y el escaño o declarar a los alcaldes inelegibles como parlamentarios.

El primer lado del marco legal lo proporciona el principio de autonomía política propio de nuestro modelo territorial. Todas las comunidades autónomas gozan de una amplísima libertad de configuración para ordenar sus elecciones parlamentarias. Por eso tiene un gran interés, pero sólo ilustrativo, conocer cómo se ha regulado en las demás: la autonomía se justifica precisamente porque permite a cada cual adoptar la decisión que considere más adecuada a sus propias circunstancias. Lo bueno en un caso no tiene por qué serlo, necesariamente, en otro.

El segundo límite, éste bastante más preciso, es el procedimental. La decisión de que los alcaldes u otros cargos públicos representativos puedan ser también diputados autonómicos debe tomarse en una ley del Parlamento, que necesariamente debe ser, además, la propia ley electoral, y que debe aprobarse por mayoría absoluta, todo ello por mandato del nuevo Estatuto andaluz. La finalidad de todos estos requisitos formales es garantizar que las minorías parlamentarias puedan elevar sin cortapisas su propia voz en el debate e incluso, gracias al establecimiento de una mayoría cualificada, que se le dé a su voto un peso específico mayor que el que tiene en las leyes ordinarias.

La tercera acotación no está expresamente regulada, pero es tan importante como las dos anteriores: la necesidad de consenso parlamentario para adoptar este tipo de decisiones. Como en todas las normas que afectan a las propias reglas del juego, y pocas lo hacen tanto como las electorales, la necesidad de acuerdo debe extenderse a los principales contendientes. No basta con que la mayoría socialista llegue a un acuerdo con Izquierda Unida, el acuerdo debe incluir también al Partido Popular. Lo cual, va de suyo, compromete tanto a unos como a otros.

El cuarto y último lado del marco es el más técnico, aunque suscita muy interesantes cuestiones de fondo: si se consensuara que los alcaldes no pueden ser diputados, ¿debería optarse por establecer una causa de incompatibilidad o de inelegibilidad? Ésta prohibiría al inelegible presentarse como candidato, y sería claramente más limitadora del derecho de participación que aquélla, que no impediría la concurrencia electoral aunque obligaría al que consiguiera el escaño a renunciar a uno de los dos cargos incompatibles.

El análisis clásico de las causas de inelegibilidad reduce la posibilidad de limitar el derecho fundamental a participar como candidato a los que han sido penalmente condenados con la pérdida del sufragio pasivo, a los que ya tienen limitadas sus libertades públicas por razón de su cargo o sus funciones (desde jueces o militares a miembros de la familia real) y a los que ejercen de garantes del propio procedimiento electoral, como los miembros de las juntas electorales. Para todos los demás, no deberían establecerse causas de inelegibilidad sino de incompatibilidad, es decir, no impedirles concurrir a las elecciones sino sólo que tomaran posesión del escaño conservando el cargo incompatible.

En mi opinión, la distinción tradicional entre inelegibilidad e incompatibilidad no es jurídicamente defendible en la actualidad: en las elecciones de las democracias contemporáneas se han incorporado nuevos principios (desde la igualdad de género a la lucha contra el transfuguismo) cuyo respeto permite limitar el sufragio pasivo de un modo que no encuentra acomodo en la restrictiva doctrina clásica.

En el caso que ahora se debate se podrían conseguir objetivos, como la no acumulación de cargos, para los que bastaría con una causa de incompatibilidad. Pero existen otros, que también podría legítimamente buscar el legislador andaluz, que sólo serían alcanzables con la inelegibilidad: el más importante, disuadir de presentarse a las elecciones a candidatos que renunciarían al escaño si resultaran electos, un fraude contra el que, si consideramos ambos cargos incompatibles, no se podría luchar de otra manera y que contribuye, allí donde se practica, a degradar aún más la credibilidad de nuestra clase política.

La inelegibilidad tendría en estos casos una nueva justificación: actuar como garante de la fidelidad al compromiso que adquiere el candidato elegido por los ciudadanos con aquellos a los que ha solicitado su voto.

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