José Ignacio / Rufino /

Y tú de quién eres

Gafas de cerca

24 de febrero 2013 - 01:00

LOS Chanclas no lo sabían, pero estaban hablando de trazabilidad: de Josefita, le dije yo a la vieja. Ahora hemos sabido que comemos caballo sin saberlo, y todo eso por la trazabilidad, que no por el paladar ni porque nos hayan salido molestas moscas alrededor del hocico, como cuenta El Yuyu que le sucedió a uno que se lavaba el pelo con el fugazmente célebre champú de caballo. Lo hemos sabido porque alguien ha cantado o detectado que en lo que usted come como carne de vaca hay carne de caballo. ¿Y tú de quién eres, caballo? "Yo, de Petru", dijo él: al parecer, el caballo que debía ser vaca que rellenaba los canelones congelados del súper era rumano. A saber, porque resulta que la trazabilidad de las cosas que nos comemos es a veces más laberíntica que la de los paquetes-bomba financieros que llevaban combinaciones trileras de acciones de verdad y de mentira, subprimes, humo, emulsionante, colorante y un lazo rojo de seda. No queremos comer caballo porque es un animal bello, noble y tontorrón, y nos da penita. Pero es carne buena para el alimento, y te la comes con la hamburguesa sin coscarte en absoluto. ¿Acaso no matan a los caballos para dar de comer a hombres y otros animales? Un tabú, lo de consumir caballo es un tabú. Pero lo grave es el engaño.

Lo importante es que -como era de esperar- nos dan gato por liebre, équido por bóvido. ¿Accidentalmente, frecuentemente, siempre? Ya hemos conseguido el gran éxito de la civilización para el consumo: convertir un guiso casero en algo más caro -entre costes directos e indirectos, energía y tiempo incluidos- que un precocinado o una conserva de ese mismo guiso. Bastante más caro, con permiso de los irreductibles. Eso sucede no sólo con la monumental fabada Litoral, sino con el mismísimo gazpacho. Como el de su madre y el de la mía, ninguno, de acuerdo. Pero ya los hacen envasados la mar de ricos. Puede que la desconfianza en la nueva estafa perpetrada en el mercado contra el mercado mismo -las personas- nos mueva a una nueva reacción de la gente contra los grandes números, los intextricables circuitos comerciales, las marcas y sus a veces sospechosas etiquetas, y volvamos a nuestro amor gastronómico: a los productos de cercanía, a los que avala la cara amable de su carnicero habitual. Y divirtamos al espíritu y al cuerpo con el placer de cocinar y comerse lo cocinado por uno mismo. Consumamos lo nuestro, que somos muchos y tenemos capacidad de contrarrestar la voracidad de la intermediación infinita y atrincherada. Quizá contrarrestar es mucho verbo para la desigualdad imperante entre proveedores visibles e invisibles y clientes indiferenciados, pero en fin. La única consecuencia positiva de la crisis es descubrir que era verdad: no hay mal que por bien no venga.

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