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Como es de suponer, comenzó Marcelino a ser un personaje conocido y reconocido de la ciudad, se hablaba de él, con envidia, admiración o recelo, y se le señalaba desde la distancia. Lo invitaron a las tertulias del Casino, a las fiestas de los más pudientes y a monterías muy caras -no le cobraban el puesto- y a las mejores casetas de la Feria. Hasta su propia madre, Angelita, igual de gorda y enlutada, pasó de fregar escaleras a hacer punto de cruz en las reuniones de las Adoradoras de la Virgen de las Cuatro Esquinas.

Murió el Búho, Antonio Ramales, el dueño de El Estoque, una enfermedad breve y muy intensa, estando ya plenamente establecido y asentado Marcelino -conocido en todo el país como El Resucitado- en el escalafón taurino, varios años de alternativa a su espalda, por lo que le pudo regalar a su hermano Carmelo las escrituras de propiedad del afamado restaurante.

-No te defraudaré.

-Es lo menos que espero.

A las primeras de cambio, Carmelo Torres contrató un cocinero del Norte, uno de esos con apellido extraño, que cuesta de pronunciar y más de memorizar, experto en platos pictóricos, muy bonitos y escasamente nutritivos, pero, sobre todo, muy caros. Esos platos que se estilan hoy en día y que obligan al comensal a juguetear con los guisantes o con los restos del puré de patata para disimular el hambre y el aburrimiento. A pesar de los precios y de la cantidad, El Estoque se convirtió en uno de los restaurantes más célebres y demandados de la ciudad. En su mejor época, que duró unos cuantos años, si querías reservar tenías que ser muy previsor y pensarlo quince días antes, como poco, que hubo quien llegó a esperar más de un mes.

Cuentan que Carmelo, una vez consolidado en su nueva posición, sin ser tan famoso como su hermano Marcelino, y es que los toreros siempre gozan de mucha fama, hasta los malos, en uno de los reservados del restaurante constituyó con la ayuda de su hermano una especie de tertulia, que comenzó dedicándose al mundo del toro, pero que fue derivando hacia temas relacionados, especialmente, con el ladrillo y el dinero, que en realidad vienen a ser un mismo tema. Esta tertulia, por llamarla de algún modo, nació a imagen y semejanza de otra similar que existía en la ciudad desde muchos años atrás, y a la que habían intentando acceder, inútilmente, varios de los miembros de la fundada en El Estoque por los hermanos Torres.

Lo que Marcelino presupuso como beneficio para su hermano, tanto la propiedad del restaurante como la relación que mantenía con los componentes de la tertulia, gente distinguida e influyente, la realidad resultó ser otra muy distinta. Carmelo se entregó con soltura y desenfreno a todos los placeres, vicios y riesgos conocidos, sin protección ni control, algunos de ellos descubiertos gracias a sus nuevos amigos -gente distinguida e influyente-. Noches de Pingus, Luis Felipe y güisqui de malta, y otros aliños que es mejor ni nombrar. Durante días, sin previo aviso, desaparecía Carmelo, desatendía el negocio y sólo regresaba para abrir la caja y agarrar un fajo de billetes con los que proseguir la farra.

Entregado Marcelino Torres a su oficio, un oficio muy exigente, todo hay que decirlo, no se enteró de los desmanes de su hermano Carmelo, de todas sus locuras, peleas y otras circunstancias. En estas, por vieja y por tantos disgustos, murió Angelita, la siempre enlutada y gorda madre, de un ataque al corazón que la dejó fulminada junto a la ducha.

La muerte de Angelita vino a demostrar, una vez más, una generación más, que la extraña cualidad de los Torres, la catalepsia aguda y repetitiva sólo la padecían -o gozaban- los hombres, que se heredaba por vía paterna, de padre a hijo, y que obviaba a las mujeres. La genética también puede llegar a ser machista. Angelita, como todas las madres, hermanas, hijas o esposas de los Torres, sólo murió una vez, como todo el mundo.

La muerte de la madre aceleró el proceso destructivo en el que seguía inmerso Carmelo. Y así, comió hasta deformar la rectitud de su vientre, siempre por gula, nunca por hambre; bebió hasta estar sumido en una borrachera permanente, que lo transformaba en un ser mezquino y desagradable -falto de gracia y de modales-; visitó con la cartera repleta de billetes todos los burdeles de la ciudad y de los alrededores y al volante de un automóvil traído del extranjero -rojo metalizado, lunas traseras sombreadas, alerón negro y llantas de aluminio- retó las prohibiciones, las señales y a todas las curvas de la carretera. Una curva le aceptó el reto y Carmelo Torres dejó de asistir a las tertulias de El Estoque.

Ni el mayor cataléptico que pudiera encontrar/descubrir la ciencia habría sobrevivido a aquella caída al vacío, treinta metros hasta el fondo del barranco, a continuación una explosión, llamas, fuego -las sirenas a lo lejos, no sirvió de nada: murió en el acto-. Destrozado, Marcelino, el último de Los Resucitados, el último de los Torres en vida -o con vida-, acompañó a su hermano Carmelo en su último trayecto hasta ese cementerio que contempló como el cadáver de su padre, años atrás, cambiaba de color.

No hubo resurrección, y es que hubiera sido necesaria antes una reconstrucción integral. Cuentan, porque gusta hablarlo todo, hasta lo muy desagradable, que se enterró de Carmelo lo que se pudo encontrar, y que no fue mucho, que con uno de esos ataúdes para niños hubiera bastado y hasta sobrado.

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