Cuchillo sin filo

francisco Correal

'El Correo'

Afalta de ciudad, fue mi ciudad. Sin parientes, fue mi familia. Huésped de pensión, fue mi casa. Todo eso y mucho más es un periódico. Yo llegué a Sevilla con veinte años recién cumplidos. Cuando cumplí 19, me regalé La realidad y el deseo de Cernuda como premonitorio pasaje para la aventura. El poeta que honró con unas violetas al periodista Mariano José de Larra en el centenario de su muerte, cuando dejó de regresar "del baile o del sucio periódico". Porque un periódico es una de las formas más honestas y gratificantes de mancharse las manos para que no te manchen el alma.

Llegué el 2 de julio de 1977. Ese día, a miles de kilómetros, moría Nabokov. Me alojé en una pensión de la Gran Plaza, que todavía existe. Ya desapareció La Ponderosa, la cafetería en la que Holgado Mejías le hizo la primera entrevista a Felipe González con la mediación de Eduardo Chinarro, el cura que llevó la información laboral en una página que tenía en ascuas a las fuerzas vivas. En ese bar leía Ocnos imaginando que en mi caso Sevilla era una buena ciudad para el destierro ante la proverbial diligencia de unos camareros con una tiza en la oreja que te daban los buenos días con un vaso de agua.

Aparecí en la redacción de El Correo de Andalucía con mis recortes de La Voz de Avilés y Cuadernos Manchegos. Un currículum de provincias para un reportero imberbe al que recibió Carmen en la portería. Requena era el director y Requenita el redactor-jefe. José María Requena había ganado el premio Nadal con la novela El cuajarón y Requenita obtuvo la inmortalidad por otros medios: Pepe Guzmán, indivisible como un número primo, Fangio de su Seat 1500 siempre sin gasolina, bautizó Requenita a su loro de guardarropía. El verano empezó con la Copa del Rey que ganó el Betis, acabó con el Nobel de Literatura para Vicente Aleixandre. En agosto murieron Machín y Elvis Presley. Volví a Madrid con una ciudad, una familia y mi casa, El Correo, en la delegación del periódico en la calle Montera, donde Valle ubica la taberna de Pica-Lagartos. Veinteañero, sin edad para votar, me acreditaron como cronista parlamentario. Cuando me fui a otro periódico, Javierre me quiso fichar. Decliné su invitación en el patio de los Venerables, con el cura aragonés tomando notas como un reportero más de lo que allí decía el gran Borges. Hay que evitar este nuevo episodio de la historia universal de la infamia.

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