La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Sevilla de las colas
Que Triana es un barrio con personalidad propia y diferenciadora en muchos aspectos con respecto al otro lado del río, es notorio y no hace falta que lo diga yo, trianero de la calle Castilla que, como tantos otros que han llevado esa peculiaridad arrabalera a otras zonas de Sevilla, me fui de allí, aunque yo he tenido la fortuna de volver. Y eso que los atentados contra su imagen y urbanismo son cotidianos, en esto igual al resto de la ciudad, aunque aquí por ser barrio pintoresco y con hondas raíces, nos parece particularmente doloroso. La última barrabasada es otro paralelepípedo mazacote que descubrí en construcción paseando por el barrio el otro día, en la esquina de Alfarería con Clara de Jesús Montero.
Pero esto no iba hoy de arquitectura sino de cocina tradicional. Porque al igual que se habla de la escuela del flamenco o del toreo trianero, hay ciertos platos que, si no son exclusivos de ese Trastévere sevillano, sí son muy característicos del barrio. Dados los días por los que andamos me voy a referir a la tortera de Triana. Una especie de versión propia del mantecado navideño. Una masa que, con variantes en su receta, es fundamentalmente un dulce horneado hecho a base de harina de trigo, manteca blanca, azúcar, ajonjolí, clavo molido, canela, ralladura de cáscara de limón, un poquito de anís y por encima azúcar glass y una almendra en cada porción que marcaremos como una cuadrícula sobre la masa.
En las casas había una lata, grande y rectangular. Recuerdo la de la mía. También se usaban redondas, donde se ponía la masa que, al no contar los hogares con el horno adecuado, se llevaban a las panaderías cercanas y de confianza para cocerlas. Mi abuela y mi madre se afanaban en el amasado para después llevar la tortera a una panadería que había cerca de Chapina, al lado de una barbería que olía a Floïd Haugrolizado, donde yo leía el TBO o el Pulgarcito cuando iba a cortarme el pelo a lo Marcelino. Algún día me gustaría contarles también historias que aquella peluquería de caballeros, que terminó de forma trágica cuando uno de los tres socios una mañana decidió cortarse el cuello con una navaja de afeitar y tirarse al río.
La Navidad de entonces tenía aromas a cisco picón y alhucema, a frío húmedo del río cercano, a ajonjolí y canela, a pestiños recién hechos y tela gruesa de mesa camilla… En el mueble bar no faltaba el anís seco, Machaquito o del Mono, el dulce, Castellana o, para las más “refinadas”, Marie Brizard. El coñac (con permiso de los franceses) Veterano, Fundador o el Terry de la malla amarilla. La cosa se fue sofisticando y el bar se poblaba de botellas de Calisay, Licor 43, Cointreau o Peppermint Bardinet, con su rosa de los vientos verde sobre la dorada etiqueta, y por supuesto la botella plateada del portuense Ponche Caballero.
Mi padre nos traía una caja de mantecados surtidos de Estepa cada año, siempre llevaba un par de ellos en los bolsillos de la chaqueta. Yo siempre esperaba que trajera la más grande, que solía tener un juego de ajedrez dentro, otras traían un almanaque de esos de colgar en la cocina, con una imagen de la Macarena. Las mujeres jugaban al cinquillo sobre el tapete verde de la camilla, a perra chica o gorda la partida. Yo, en el suelo, echaba un partido de chapas.
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