Estáis de un pesimista que asusta. No hay mañana en la que no me levante y no me entren ganas de arrojarme el café en los ojos tras echar el primer vistazo a Facebook (que ya son ganas de empezar el día con nauseas virtuales). En vuestro afán por hacernos partícipes de vuestra existencia en el planeta Tierra, no dudáis en dar los buenos días a vuestra comunidad de seguidores. Que buenos días serán para el resto.

Parafraseando a Paulo Coelho -o alguien que se hace pasar por él y al que se le atribuyen cien de cada cien frases en las redes- inundáis vuestro muro (de las lamentaciones) con reflexiones de una metafísica que alcanza niveles cósmicos. El trabajo resulta frustrante (iba para chica Almodóvar y estoy de reponedora en un súper), las relaciones sentimentales son un fracaso (culpo a Disney de mis altas expectativas, en lugar de asumir que Brad Pitt, aunque ya no está con Angelina, nunca caerá rendido a mis pies) y no tengo el cariño de una madre que me zurza los calcetines (la mujer se cambia de acera cuando me ve con bolsas).

Dan ganas de cortarse las venas. Menos mal que la pena os dura el tiempo de cambiar de red social. Instagram, ese maravilloso antídoto contra la pena, el vacío existencial y la angustia emocional. La del trabajo frustrante resulta que es feliz ordenando su escritorio, que está lleno de post-its y fotos de adorables gatitos, y así se lo hace saber a sus instaamigos. La de los fracasos sentimentales lleva una vida nocturna que ni la de Pocholo (que para qué querrá un novio, con la de dolores de cabeza que dan, y no la resaca) y la de la madre que reniega de hija come todos los domingos paella en casa de la abuela y tú sabes hasta la marca de arroz que utiliza la señora. Y, oye, una se da cuenta de los avances en medicina y alaba a Fleming. Pero, sobre todo, le quiere poner un piso en Benidorm a Zuckerberg por conseguir cambiar los estados de ánimo sin la necesidad de recurrir a las tan adictivas pastillas antidepresivas.

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