Joaquín / Aurioles

Deflación

La tribuna económica

11 de diciembre 2008 - 01:00

DESPUÉS de casi todo el año por encima del 4,5%, los precios aumentaron en octubre un modesto 0,3%, reduciendo el acumulado del año al 2,4% y la variación en los últimos doce meses al 3,5%, dando credibilidad a los pronósticos gubernamentales de que podría cerrarse el año en torno al 2,5% y de que podríamos estar en torno al 1% a mediados del que viene. Aparentemente una buena noticia, sobre todo después de la temperatura que alcanzaron los precios durante el verano, si no fuera porque en otros lugares con una evolución similar comienza a especularse con la posibilidad de una evolución negativa de los precios durante 2009.

Que los precios bajen tampoco es mala noticia, salvo en el caso de que simultáneamente se contraiga la demanda, porque entonces estaríamos en un escenario de deflación. La última alarma fue a la altura de 2002, cuando unos tipos de interés en mínimos históricos en Estados Unidos se mostraban incapaces de reactivar la demanda. Afortunadamente la situación no llegó a deteriorarse tanto como en los años 30, por lo que sólo podemos extraer enseñanzas de la experiencia japonesa de comienzos de los 90, cuyo origen precisamente estuvo en el pinchazo de una burbuja inmobiliaria con efectos colaterales sobre el sector bancario y del que todavía no han conseguido recuperarse del todo.

La inseguridad sobre la forma de gestionar una situación de estas características lleva a los que más han pensado sobre el tema a sostener que sus consecuencias pueden ser mucho peores que las de la inflación. Como es lógico, el efecto inmediato de la caída de los precios es que los ingresos de las empresas se reducen y también sus beneficios, pudiéndose intuir las consecuencias sobre la producción, el empleo y los salarios.

Además aumenta el coste real de la deuda y puede alimentar la fatídica espiral de contención de los niveles de consumo, a la espera de nuevos descensos en el nivel de precios, que es la más temida de sus posibles consecuencias. Lo peor de todo, sin embargo, es que no se tiene una idea muy clara sobre como deberían actuar los gobiernos.

Lo que dicen los manuales es que una reducción de precios significa que el valor del dinero aumenta, por lo que la primera medida tiene que ser aumentar su cantidad para conseguir que se abarate y bajar el tipo de interés. Es lo que intentaron los japoneses, pero con pobres resultados debido a que el recorrido a la baja de los tipos se agotó de inmediato y la abundancia de dinero derivó en la "trampa de la liquidez", es decir, en un consumo insensible al aumento de la cantidad de dinero ante la evidencia de que la tasa de interés no podía reducirse más.

Lo que sí se ha aprendido de la experiencia japonesa es que hay que actuar con rapidez y utilizando todo el arsenal disponible, incluida la política fiscal. Puede que Solbes y Almunia tengan razón al señalar que se trata de una amenaza todavía muy lejana, pero la impresión es que cada vez se encuentra más cerca.

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