Dejadme la Esperanza

Cristo de la Conversión: sé que existe el Paraíso que prometes. Lo he visto, lo he sentido. Esta mañana

14 de abril 2017 - 02:31

Cuatro finales tiene mi Semana Santa, que algo tan sentido no puede terminar una sola vez y en un instante: cuando entró la Amargura, cuando el Martes Santo por la noche se cerró el besamanos del Señor del Gran Poder, cuando hoy entre la Esperanza y cuando, al pasar de la rampa al templo, esta noche se extinga el latido del palio de Loreto llevándose la luz dorada de mis últimos candelabros de cola. Después sólo será Soledad, como si la Virgen de San Lorenzo aún cerrara el Viernes Santo poniendo fin a la Semana Santa. Estos cuatro finales son más duros cuanto más avanza la Semana Santa. Tras la Amargura tuve Cautivo; tras el besamanos del Gran Poder lo tuve en su paso y hubo expectación de Madrugada. Pero tras la Esperanza, ¿qué puede haber? Agonía, mortaja, caída, necesidades, soledad, abatimiento…

El Viernes Santo por la tarde sólo puedo pensar en esa Basílica vacía, ese palio exhausto, ese olor a cera fría, esa silueta poderosa emergiendo tras la candelería gastada, esa mirada resplandeciendo en la penumbra. Sí, es cierto lo que se dice por el Patrocinio: Cristo agoniza. Por el Real de la Carretería las escaleras se apoyan en la cruz para descender su cuerpo muerto y en el convento de la Paz tienen preparada su mortaja. Todo se ha consumado. Se oye el eco de los versos que Juan Sierra dedicó a la Soledad de San Lorenzo: "De mármol blanco y espeso/ es la vida, cuando dura,/ luego que una sepultura/ cayó con todo su peso".

Al llegar la noche me pregunto si es posible que fuera esta misma mañana cuando la vi por la Encarnación, por Feria, por Relator… Calles que son ahora sólo huella, vacío, ausencia. La Macarena sale para hacernos sentir dos días antes la alegría de la Resurrección; y entra para hacernos padecer la oscuridad y la tristeza de la tarde del primer Viernes Santo. El recuerdo de esas benditas doce horas hace a la vez intolerable y tolerable este vacío. Algo nos hiere desproporcionadamente, como si volviéramos a ser niños emocionalmente indefensos, al recordar en la noche del Viernes Santo el esplendor, la luz y la alegría de esa mañana. Pero este recuerdo también nos conforta, porque la Esperanza -¿verdad, Juana Reina?- es una inagotable e inasible contradicción entre la gracia y la pena. Y en la noche más triste le diremos al Cristo de la Conversión: sé que existe el Paraíso que prometes. Lo he visto, lo he vivido, lo he sentido. Esta mañana.

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