LA jornada electoral equipara en un gesto -lo que se tarda en elegir la papeleta, cerrar el sobre, sacar el DNI y sortear al pesado de turno- al banquero y al chapero, al literato y al niñato del Tuenti, a la vanguardia obrera concienciada -necesaria- y al trabajador alienado, contingente. En cierta manera, se establece una ficción o una liturgia que empata por un rato al que sale de misa y se acerca al colegio electoral absuelto de los pecados cometidos con el que termina en la cafetería con el cortado y la media tostada de tomate en proceso de laica digestión. El que llega en coche oficial o el que pasea: iguales para hoy.

La Andalucía toda está convocada a la caja acristalada que llamamos urna en eso que se ha calificado, de forma rimbombante, elecciones históricas. En juego, ustedes lo saben, echar la raya que en tantos pueblos y ciudades informa de hasta dónde llegó la riada. Galos y romanos quedan hoy homologados al pueblo, convertido en el que importa cada cuatro años, cuando elige, porque la democracia española sigue siendo imperfecta. Se ejerce de tarde en tarde, lamentablemente, con normas obsoletas que bloquean candidaturas y reparten escaños para que gane siempre la banca. Así le entra un ataque de desafección a cualquiera.

Andalucía decide hoy a quien decidirá por ella. Arenas, Griñán, Valderas. Personajes principales del teatrillo de una autonomía que está más lejos de sus actores y a los que, en muchas ocasiones, ni escucha a pesar de que hablan cada vez con más gritos. Crisis, recortes, empleo, bolsillos de cristal. Las cuatro claves de una legislatura que no va a entender de barcos.

Quien salga victorioso de esta noche, que se vaya preparando. Quien pierda, ídem de ídem. El Gobierno, con tantas personas penando fatiguitas, se ha convertido en papel de lija. Desgasta, abrasa. Con altura de miras, que no la hay, llegaría el momento de los acuerdos, de las personas de Estado, que sí las hubo. Generosidad del vencedor hacia el vencido, la misma que nunca se tuvo. Mala costumbre nacional esa la de no estar nunca a la altura de las circunstancias.

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