Carlos Mármol

Mercasevilla: la red infinita

La Noria

El sumario múltiple que instruye la juez Alaya ha puesto patas arriba la política municipal y autonómica y amenaza con convertirse en la metáfora perfecta de la gravísima decadencia política y social de Sevilla

13 de febrero 2011 - 01:00

BUKOWSKI, el gran escritor norteamericano, tiene unos versos magníficos en su poemario La gente parece flores al fin [Visor] en los que reclama, en un lugar bastante inapropiado para hacer cualquier vindicación (un camposanto, justo al borde de una tumba abierta), la íntima necesidad vital de encontrar, siquiera por una sola vez en la vida, una pizca de verdad en el mundo. Algo que en una sociedad tan llena de mentiras como la nuestra se antoja casi un milagro. Dicen así: Ojalá en algún funeral / alguien dijera: Qué tipo tan odioso era / Incluso en mi funeral / que haya un poco de verdad / y, luego, la buena tierra / limpia".

Salvando todas las distancias de tiempo y lugar, incluso las líricas, mucho más subjetivas, es la misma sensación agria pero real que dejan tras esta semana extraña las noticias que han ido sucediéndose como resultado de la instrucción judicial que la juez Mercedes Alaya dirige desde los juzgados sevillanos por el sumario múltiple (con hasta cinco derivaciones distintas) del llamado caso Mercasevilla, la empresa municipal de alimentación.

La visión no es edificante. Pero arroja (a la cara) un poco de la verdad necesaria para poder asumir de frente la realidad de Andalucía y, principalmente, de Sevilla. Probablemente tras conocer la extensión completa e integral de este mayúsculo escándalo más de uno habrá experimentado un idéntico sentimiento: no se habrá visto igual a sí mismo al mirarse al espejo. Suele pasar cuando sabemos, con certeza además, que la mirada que los otros tienen de nosotros, por algún hecho singular o fortuito, cambia de repente, alterando por completo el discreto equilibrio de lo que podríamos llamar vergüenza o autoestima, dependiendo de las propias circunstancias.

Mercasevilla, que se inició como un supuesto episodio de soborno al empresario sevillano que dirige el restaurante La Raza, al que altos directivos municipales le exigieron el pago de una comisión por la adjudicación de una escuela de hostelería, ha terminado transformándose, por mutación, en un cáncer que muestra las tripas de la política patria y que, en cierto sentido, explica, junto a otras circunstancias diversas, los motivos por los que una buena parte de la juventud sevillana (también gente madura) piensa que el exilio laboral, mental o unipersonal es la única solución inteligente ante el derrumbe de valores, conductas y constantes evidencias de la decadencia por la que pasa el Sur de España.

Decir que los hechos producen asco se queda corto. Es bastante peor. No sólo porque una supuesta trama haya estado durante lustros lucrándose con fondos públicos destinados a atenuar un hecho tan dramático y duro como es un despido individual o colectivo, sino porque hasta que la juez decidió tirar del hilo de Ariadna oculto en las naves del mercado municipal de abastos de Sevilla los hechos, todavía hipotéticos delitos, pero irregularidades evidentes, sucedían a plena luz del día. Con total impunidad. Y alevosía.

No voy a extenderme demasiado en los detalles. Son conocidos: casi 40 intrusos, entre ellos notables ex dirigentes socialistas, fueron colocados en secreto en las listas de beneficiarios de los expedientes de regulación de empleo que autorizaba la Administración andaluza. Junto a los intrusos, que eran señuelos, políticos o ex sindicalistas, pululaba todo un ejército de intermediarios, comisionistas y conseguidores. Un paisanaje surrealista mucho más parecido a las novelas de Mario Puzo sobre Sicilia que a la Andalucía eficiente y eficaz que un día, hace ahora más o menos treinta años, soñamos ser. Si la autonomía, tan idealizada por ciertas generaciones, al final iba a servir para esto más valdría disolverla, sobre todo dada la actual fiebre revisionista.

Cualquiera en su sano juicio se preguntaría para qué diablos sirve una administración que ni ha conseguido que el acceso a una vivienda digna esté garantizado para los ciudadanos ni ha sacado del cambalache de la usura y la miseria moral algo tan sagrado como es el trabajo. Educa a nuestros hijos (en muchos casos mal) y cura nuestras dolencias, es verdad, pero a la vista del episodio de Mercasevilla y su red infinita, el sueño de la Andalucía imparable e innovadora se viene sencillamente abajo. Se derrumba como un castillo de cartón.

LA NÁUSEA MORAL

La lectura política que cada uno quiera darle a los hechos es materia libre. Así debe ser en una sociedad que aspire a formarse su propio juicio. Incluso no es la más importante. Por mucho que el PP, en Sevilla y en Andalucía, trate de explotar el escándalo en favor de sus intereses electorales, particulares y partidarios, un ejercicio que algunos estiman lícito pero que a mi juicio también debería estar sujeto a ciertas reglas y a un determinado sentido de la contención, lo cierto es que, igual que no existen salvadores que estén esperando a la vuelta de la esquina (en realidad somos nosotros mismos) la profunda náusea que produce el hecho de que con el dinero de todos se haya estado alimentando lo que uno de los implicados ha llamado un fondo de reptiles es, sobre todo, moral. Ética.

Los socialistas, principales afectados por la investigación, tratan de delimitar la responsabilidad de los hechos a la conducta de "cuatro aprovechados". Parece difícil de creer si se tienen en cuenta el número de intrusos que han aparecido (por ahora) en los expedientes de empleo analizados (casi cuarenta), las empresas cómplices en la operación (más de una treintena), los detenidos por la policía judicial (11) y los fondos (700 millones de euros) usados para alimentar la rueda, burlando todos los controles públicos. Si es una trama o una cadena de irregularidades tendrá que dictaminarlo la justicia.

Lo meridiano, de cualquier forma, es que Mercasevilla es un síntoma (sin anestesia) de que las cosas han llegado a un límite que sencillamente resulta insoportable para la mayor parte de la ciudadanía, a la que se le está aplicando sin piedad los ajustes derivados de la crisis (paro, inestabilidad, subida de impuestos, incertidumbre, empeoramiento de las condiciones de vida) mientras una casta política, ajena al mundo real, goza de todo tipo de prebendas, excepciones y discrecionalidad para dar y repartirse el dinero público. Tendría gracia, si la sonrisa no se congelase de golpe, oír a ciertos políticos decir que la inclusión de determinados dirigentes socialistas en los expedientes que están bajo sospecha, siendo condenable, en el fondo es una forma incorrecta de entender "la solidaridad" con antiguos representantes públicos que no han cotizado lo suficiente por haberse dedicado a la política. De pensar esto al antiguo derecho de pernada sólo hay un escalón (mental).

Mejor mirar las cosas de frente. Sin paños calientes. Sevilla, desgraciadamente, es el escenario de una función de teatro que, además de añeja, se ha tornado increíble. Inverosímil. Asombrosa. Nadie en su sano juicio puede entender que durante décadas el despido de la plantilla de una empresa se subvencionase con el dinero común, que gracias a este sistema haya trabajadores (en unos casos excelentemente pagados, en otros no) en su casa sin hacer nada, que las empresas se ahorrasen los costes legales e incluso, en algunos casos, no repusieran el empleo (hay sociedades investigadas que de forma simultánea han recibido subvenciones por destruir empleo y recalificaciones urbanísticas para aumentar sus ingresos) y que, para colmo, estas prácticas más que cuestionables sirvieran además para el retiro dorado, o sencillamente para el enriquecimiento, de unos pocos elegidos. Y, sin embargo, como dejó dicho Neruda, sucede.

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