La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El teleférico, el talismán perdido
La ciudad y los días
CARRIÓN Mejías: cinco naranjos misericordiosos y un azulejo de la Virgen de los Reyes bastan para sevillanizar y humanizar una calle.
¿Qué quiere decir sevillanizar? No quiere decir repetir siempre lo mismo. No quiere decir consagrar la verdad a medias del tópico como verdad entera de la historia. No quiere decir disfrazar con adornos de folclore superficial y adulterado. Quiere decir arraigar teniendo en cuenta el pasado y el presente, la historia y el clima, la costumbre y el entorno, lo hecho por el hombre y lo dado por la naturaleza. Quiere decir sumar lo mejor del pasado y lo mejor del presente, depurando a ambos de las gangas que tanto la tradición como la modernidad mal entendidas suelen llevar adheridas. Quiere decir actuar con respeto al entorno al intervenir en el casco histórico y con respeto a una idea integral e integradora de ciudad al planificar su crecimiento.
¿Qué quiere decir humanizar? Esta sí que es una idea universal que aprovecha los recursos que en cada lugar da la naturaleza -los pinos de Roma, el césped de los parques de Londres, los castaños de París, los fresnos de Estocolmo, las mimosas de Tánger, los naranjos de Sevilla- para hacer más amable la vida de los ciudadanos. Y los integra en arquitecturas que, por funcionales, no renuncian a crear un tejido urbano propicio a los encuentros y los paseos: lo que George Steiner llama, en su Idea de Europa, "paisajes civilizados" y "tiempo humanizado" que hacen del europeo un paseante que goza en Alemania del fassgang, en Francia de la promenade, en Italia de la passeggiata o en Sevilla de la divagación ciudadana que inventó José María Izquierdo. Ese gusto por perderse para encontrarse que Rousseau llamó, en su última e inacaba obra, Rêveries du promeneur solitaire (Ensoñaciones del paseante solitario).
Esto quiere decir sevillanizar y humanizar. Es lo que hacen, tan modesta y eficazmente, este azulejo de la Virgen de los Reyes y estos cinco naranjos misericordiosos plantados en la pequeña barreduela que forman unos pisos retranqueados con respecto a la alineación de fachadas de esta simpática calle presidida por la torre de Santa Catalina a cuyos pies desemboca, dulcificada por la amable arquitectura -tan años 40- de unos pisos (¿de Antonio Arévalo?) que no sacrifican la cortesía hacia el entorno para ser modernos y endulzada por la Confitería Santa Catalina. Hasta una alta y solitaria rosa de Santa Marta, especia única que brota y florece el Lunes Santo, se alza entre los naranjos como si se asomara tras la reja que protege el jardincillo para saludar a los paseantes.
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