Mi oculista

Hay médicos como Ana María del Boz que no son mediáticos, pero están ahí, como ángeles de la guarda

Se llamaba Ana María del Boz Madueño y era la mejor oculista de Sevilla. Al menos, lo era para mí, ya que fue la única que consiguió frenarme una iritis herpética. Un oftalmólogo local me la había diagnosticado mal y medicado peor, con lo cual me dejó al borde de ingresar en la ONCE. Otros compañeros de la Seguridad Social tampoco descubrieron lo que había. Hasta que llegué a Ana, que era una experta en iritis, entre otras especialidades, y deshizo el entuerto y me la curó en pocos días. Ahora, cuando ha muerto a los 62 años, con tanta vida por delante como tenía, me he quedado sin oculista, y estoy seguro de que nunca encontraré a nadie como ella.

En Sevilla hay médicos como Ana María del Boz, que no salen habitualmente en los diarios, que no son mediáticos, que están al pie del cañón en los ambulatorios o donde sea, que sufren las consecuencias de tener una sanidad que es la joya de la corona, según dijo Susana Díaz. Puede que a veces sea una corona de espinas, que les lleva a realizar sus funciones en precario. Nadie se acuerda de ellos y de ellas, ni salen en los medios. Pero están ahí, a veces como si fueran ángeles de la guarda.

Son médicos como Ana, que cumplía su profesión con una naturalidad que me parecía mágica. Trabajó en el ambulatorio de Marqués de Paradas y en Tablada. Allí veía a muchos militares, entre ellos pilotos, con problemas difíciles, que corregía con esa sencillez y alegría que siempre la caracterizó. Y, además, con la garantía de saber que no se iba a equivocar. No sé si hacía milagros, pero lo parecía. Las gafas que ella te recetaba se diría que iban a misa.

Con ella aprendí mucho sobre las iritis, incluso a curármela. Siempre estuvo unida a su marido, el ginecólogo Norberto Aramburu, a su familia y a sus amigos, entre los que se contaban el pintor Gonzalo Martínez Andrades, catedrático emérito de Bellas Artes, y su esposa Loli. También muchos médicos sevillanos, como Antonio Petit y su esposa María José, y tantos otros.

Le gustaba viajar, pero llegó demasiado lejos en ese último destino. Todo empezó con un cáncer de mama muy agresivo, que se le complicó. En un cierto momento, Ana ya sabía que la esperaba un viaje sin retorno. Una misa de córpore insepulto en su parroquia de San Isidoro cerraba unos años en los que aportó muchísima vida.

Para estos días de calor, me recomendaba lágrimas artificiales. "Lágrima, mucha lágrima", me decía. No me paré a pensar que el tiempo marca sus destinos, y no siempre te deja los ojos secos.

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