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De libros

Rebelión del hijo, venganza del padre

  • Peter Gay indaga en el papel que desempeñaron las vanguardias en el arte alemán de los años 20.

La cultura de Weimar. Peter Gay. Trad. Francisco Martín Arribas. Paidos. Barcelona, 2011. 221 páginas. 24 euros.

Hay magníficos libros escritos sobre la República de Weimar, la experiencia política que convulsionó Alemania entre las dos guerras mundiales y tuvo el final de todos conocido. A la tesis tradicional que atribuía a las duras compensaciones de guerra derivadas de Versalles el origen de la frustración social que terminó erosionando el frágil sistema democrático alemán, se han ido incorporando otras explicaciones que, sin ignorar los condicionamientos externos, pasan revista a los errores internos de los responsables políticos, al papel desempeñado por las fuerzas empresariales y religiosas, sin olvidar el trasfondo de una sociedad de masas, deshumanizada y confundida, que buscó nuevos mitos y héroes en los que redimir su alienada condición. El reciente y elogiado libro de Eric D. Weitz, La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia (Turner, 2009), es una buena síntesis de todo este saber y no es casual que recuerde como texto inspirador de su propio quehacer a La cultura de Weimar, el vibrante ensayo que el berlinés Peter Gay firmó en 1968 y que desde entonces se convirtió en referencia imprescindible de los estudiosos del período.

Peter Gay no pretendió hacer en esta obra, ahora nuevamente traducida, una historia convencional al estilo, por ejemplo, de la entonces muy difundida Historia de la República de Weimar del destacado político liberal Erich Eyck (1954), sino presentar una interpretación personal (aunque bien documentada y basada en testimonios de exiliados que él llegó a conocer) sobre la vida cultural de la Alemania de los años 20. Una interpretación que resolviera la aparente incoherencia que latía en un régimen que, individualmente, exhibía una efervescente actividad innovadora en el ámbito de las artes y las letras, mientras, colectivamente, era incapaz de liberarse de sus miedos congénitos (la doble amenaza de una posible deriva hacia el autoritarismo militar guillermino o hacia la revolución espartaquista), ni construir un proyecto social integrador.

Para lograr este objetivo Gay rompe con la cronología convencional de la República, extendiendo el espíritu de Weimar antes de 1918 y después de 1933. Una opción que le permite calibrar el papel que desempeñaron las vanguardias internacionales en los jóvenes creadores alemanes de los años 20 (como después de la caída del régimen el de estos mismos artistas en la revitalización de la cultura de los países de acogida), pero también considerar el peso que tuvieron viejos mitos y héroes de la cultura germana en la formación de las nuevas generaciones de alemanes que crecían desencantados con la política. El mismo sentimiento de decepción por un régimen maniatado y corrupto que despertaba, por un lado, la rebeldía individual de los artistas que se expresaban en las atormentadas obras del expresionismo, alentaba, por otro lado, la desafección de las grandes masas juveniles que encontraron en las viejas canciones entonadas en torno al fuego de los campamentos el ideal de pertenencia a una hermandad que les negaba la envarada vida de los políticos. Pero la vanguardia artística, esencialmente espontánea, radicalmente individualista, con todos sus excesos y limitaciones, nunca fue capaz de convertirse (ni lo pretendió) en una ideología galvanizadora del descontento social, una misión que cayó madura en las manos de los nuevos adalides del imaginario del pueblo: los poetas y los profetas.

El libro de Gay es la historia compleja, no exenta de contradicciones, de la interrelación y tensión entre estas dos culturas. La primera, que pese a sus hallazgos y geniales creaciones (ahí están para siempre las pinturas de Kirchner, los dramas de Bertolt Brecht o las películas de Murnau) no dejó de ser marginal. La segunda, incubada en el miedo a la modernidad, que terminó por imponerse ante la indolencia y renuncia de las autoridades públicas. Arrancan los capítulos iniciales de una constatación: la debilidad que tuvo Weimar para crear una auténtica cultura política republicana con la que se identificase el pueblo alemán. Demuestra, en el tercero y apasionante La Alemania secreta, la importancia que tuvo el reflujo de la marea cultural romántica que exhumó del archivo de la memoria la obra de los poetas rebeldes (Hölderling, Kleist) que serán interpretados y a menudo mistificados por los voceros de una muchedumbre reñida con la decadente civilización. La aversión a la política y la búsqueda de su superación desembocaron en un "hambre de integridad" (capítulo cuarto) que se definió por la condena de la superficialidad de la civilización racionalista, burguesa y materialista, sin sospechar que la exaltación del sentimiento y la comunidad original iba a desembocar en una nueva forma de tiranía de la irracionalidad engendradora de peores esclavitudes y servilismos. De este modo el lector desemboca en la alegoría de la rebelión del hijo (tema común de la literatura de la época que Gay propone como símbolo de la inmadurez de la propia República) y de la venganza del padre (en alusión a la contrarrevolución que acabó con ella) que coronan este ya clásico de la historiografía contemporánea.

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