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La puerta del cielo | Crítica

Nuestra Señora de las cucarachas

  • La argentina Ana Llurba explora los resortes de la religión y el mito en esta novela de ciencia-ficción que es, más allá del género, una de las obras más insólitas, arriesgadas y turbadoras publicadas en mucho tiempo

La autora argentina Ana Llurba (Córdoba, 1980).

La autora argentina Ana Llurba (Córdoba, 1980). / M. G.

Por desgracia, es común que en literatura, como en todo lo demás, impere la ley del escaparate y el éxito dependa de la visibilidad del producto. Así, la gloria literaria (como muestran bien los manuales) suele ser sinónimo de buena posición, de editorial influyente, de amigos poderosos, de París, la cadena estatal de radio, el altoparlante alimentado a base de materiales que no son estrictamente eso, literarios: nada que no sepamos.

Pero que sigue provocando fastidio si, como en el día de hoy, uno se encuentra con obras que merecerían no sólo un hueco, sino una posición de preeminencia entre los títulos esenciales del nuevo panorama, y sospecha que, pese a todo, por motivos varios, no será reconocida como lo que debería: una de las novelas más insólitas, arriesgadas y turbadoras de las que se han publicado en mucho tiempo.

Entre los motivos a los que aludo se hallan, aparte de la editorial independiente (Aristas Martínez, conocida por el mimo de sus diseños y su dedicación casi apostólica a lo marginal y lo selecto) y la condición de novel de su autora, el género que ha elegido para romper armas. Ana Llurba (1980) es argentina, aunque vive en Barcelona, y la solapa no le atribuye trabajos anteriores salvo críticas y reportajes culturales para medios diversos de comunicación. El género de su ópera prima es, y aquí pinchamos en hueso, la ciencia-ficción.

Tendremos ocasión de quejarnos de esto muchas otras veces, pero no está de más anticiparlo o volverlo a repetir: el fantástico sigue siendo el gran damnificado, el hermanito feo, de la literatura española, y aunque haya autores muy respetables y títulos más que dignos intentando abrirse paso en las esquinas de los suplementos, sigue sufriendo su purgatorio de cultura subalterna, pantalones cortos, calderilla para bobos y lectores que no saben abrocharse el cinturón.

Me parece que la novela de Ana Llurba puede constituir un buen antídoto contra toda esa retahíla de prejuicios lamentables. La contraportada cita en su socorro a Rafael Pinedo y a Borges, santo patrón del fantástico en castellano, pero las menciones no deben despistarnos sobre la absoluta originalidad del relato. Una fábula, digamos, de crecimiento personal, un bildugsroman feroz y posmoderno que sigue a su protagonista a través de los diversos estados que conducen de la ignorancia a la sabiduría, de la inocencia al resabio, del pecado original a la redención, pasando por el tormento forzoso al que induce la culpa. Ese camino espiritual puede retratarse de muchos modos en literatura, y de hecho así ha sido; los escenarios varían entre el manicomio, el cuartel, la casa familiar. El cauce elegido por Llurba no es la psicología, ni el cantar de gesta: es la religión.

Los Primeros padres visitaron la Tierra en el remoto pasado, dejando huellas de su estancia en vastos monumentos y surcos sobre las piedras. Luego, a través de un rayo luminoso, fecundaron a una virgen inmaculada para que ella diera a luz al Primer astronauta, quien murió en la cruz antes de elevarse en el aire y ser recogido por una aeronave transparente. El Primer astronauta nos reveló la verdad: que la vida había llegado hasta nuestro planeta procedente de la estrella Betelgeuse, a través del meteorito HUL76, y que volvería a extinguirse en un proceso inverso que se conoce como el Segundo advenimiento. Sólo los fieles, alimentados por el ejemplo de los Maestros ascendidos, que visten escafandras y uniformes con el rótulo NASA, podrán sobrevivir en el trance final que aguarda a la humanidad, siempre y cuando se entreguen a la férrea disciplina impuesta por los Testimonios de la Sabiduría Cósmica. El Comandante, abrumado por esta revelación tras un calvario personal en la cárcel y un accidente de coche, decide fundar la Nave con el fin de instruir a sus acólitos en la fe verdadera. Estrella es uno de esos acólitos: es la más valiosa de ellos.

En un registro personalísimo, que mezcla la falsa tercera persona con el naíf y el gótico puro y simple, la narradora describe el periplo de Estrella a través de su particular valle de lágrimas. Las leyes de la comunidad son severas, y una ha de atenerse a ellas si de veras espera merecer la salvación en el apocalipsis que se avecina: maltratada, violada, sometida a diversos suplicios tanto del cuerpo como del alma, muerta de hambre no menos que sus hermanitas Crista, Judit o Silvita, Estrella ve nacer dudas en su interior que comparte con su única confidente, la muñeca Catalina, y que la conducirán, tras los palos y el ayuno reglamentario, al pozo de castigo.

Allí, en la sola compañía de las cucarachas, experimentará la hierofanía: los Primeros padres la han elegido a ella por encima de las otras y, si persevera en su fin, será la única superviviente de la ola de fuego a punto de arrasar el planeta. Desde ese momento, Estrella se dedica a predicar a las cucarachas, su rebaño, consciente de que deben existir evangelistas que preserven su mensaje y lo difundan por el mundo futuro.

La historia se cierra con un final inesperado; un desenlace que lo es sólo a medias y que libera felizmente al relato de la posibilidad, tan peligrosa como plúmbea, de ser tomado por lo que no es: una crítica de no se sabe qué, una defensa de tampoco nada, un drama morboso en busca de efectismos sin mayores consecuencias. Porque lo que en realidad contienen sus páginas es ni más ni menos que un intento de comprender o atisbar de qué modo se generan en los corazones de los hombres esos poderes, la religión y el mito, que nos permiten contactar con universos superiores y dar sentido a las vidas que no cuentan con nortes fijos.

Si esta va a ser la tónica, cabe esperar grandes cosas de Ana Llurba en tiempos venideros. Frescura, arrojo, crueldad, una justa dosis de desvergüenza, amor por sus personajes, y, sobre todo, una negativa decidida a asumir que existan géneros menores o en cuya clave no se pueda escribir auténtica literatura, de la que llena el papel y nos deja con ganas de más. De mucho más.

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