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De libros

Una idea de pureza

  • Se cumplen ciento diez años de la publicación en Munich, en diciembre de 1911, de la obra teórica del pintor ruso Vasili Kandinsky, titulada como 'De lo espiritual en el arte'

Imagen del pintor ruso Vasili Kandinsky en su estudio

Imagen del pintor ruso Vasili Kandinsky en su estudio

Este mes de diciembre se cumplen ciento diez años de la publicación, en Munich, del De lo espiritual en el arte de Vasili Kandinsky. Poco antes habían aparecido dos opúsculos de suma importancia, que abren paso a esta remoción del arte que aspira a la abstracción -a lo “concreto” diría Kandisnky-, y que formulan con antelación lo expresado por el artista ruso; me refiero al Ornamento y delito del arquitecto checo Adolf Loos, de 1908, y el Abstracción y Naturaleza del historiador del arte alemán Wilhem Worringer, publicado en ese mismo año. En todos ellos nos encontraremos con una huida de lo imitativo, con una inclinación hacia lo abstracto, que Loos y Kandinsky vinculan a una nueva espiritualidad, a una superabundancia del individuo, pero que en Worringer es fruto de un horror atávico al mundo circundante. Cualquiera de los tres, en todo caso, parten ya del supuesto más significativo de las vanguardias de primeros del XX: el repudio, casi definitivo, del modelo de la Antigüedad pagana.

Es lo primitivo, su brusca magistratura, lo que Kandinsky reclama, junto a la nueva espiritualidad que ofrece su paisana madame Blavatsky

En 1871, mientras atruena la cañonería franco-prusiana (así se lo recuerda a Wagner en su dedicatoria) Nietzsche escribe El nacimiento de la tragedia, cuya singularidad reside en concebir el arte griego como una coraza apolínea, sobrepuesta a las ingobernables fuerzas dionisíacas. Quiere esto decir que Nietzsche está introduciendo lo primordial, lo primitivo, en el arte y la filosofia de finales del XIX. Y que es lo primitivo, su brusca magistratura, lo que Kandinsky reclama, junto a la nueva espiritualidad que ofrece su paisana madame Blavatsky. Estas mismas fuerzas irracionales se recogerán, unos años más tarde, en dos obras de gran influjo, principalmente en el flanco surrealista: Lo siniestro de Sigmund Freud (1919) y las Expresiones de la locura del historiador y psiquiatra alemán Hans Prinzhorn (1922). En esta ocasión, la pureza venía asimilada a lo arcaico, a lo inconsciente, y no tanto a una depuración de las formas; aunque nadie ignora el influjo del arte tribal, su limpieza de lineas, en el expresionismo y el cubismo de primera hora.

En cualquier caso, es el hallazgo del impresionismo, en una exposición de Monet en Moscú, el que permite a Kandinsky descubrir la independencia de la pintura respecto de lo retratado. O dicho de otro modo, el propio idioma pictórico, ajeno a su virtud imitativa. Esta vuelta de las artes sobre sí mismas (la música y la pintura, principalmente), no es, sin embargo, un descubrimiento de la vanguardia. Dicha remisión de las artes a su propias facultades y materias ya había sido expuesta con precisión mediado el siglo XVIII por un minucioso detractor/admirador de Winckelmann; el gran Gotthold E. Lessing, quien dedica su Laocoonte a precisar cuanto ha escrito con anterioridad el infortunado erudito hanseático en sus Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura. Mucho más tarde, Gauguin se burlaría del escultor neoclásico danés Thorvaldsen, y ello por una doble traición a lo griego. Para Gauguin -otro pintor en busca de una pureza primitiva, mayor en pocos años a Kandinsky-, la escultura de Thorvaldsen era una degradación de Grecia, trufada por la mitología escandinava e inmergida en el rigor protestante. Esto mismo se ha señalado con insistencia respecto del arte abstracto y su vinculación a la Protesta, tanto por su ambición espiritual como por su huida de la figura humana. Lo cual llegaría, como sabemos, a un último extremo en la abstracción norteamericana de posguerra.

Edición en Paidós de la obra de Kandinsky. Edición en Paidós de la obra de Kandinsky.

Edición en Paidós de la obra de Kandinsky.

Fuera como fuese, es posible imaginar una prefiguración de Pollock en algún punteado a la tinta de Kandinsky; como también es fácil aventurar a Reinhardt en los colores puros de Rodchenko y de Malevich. Ese es, al cabo, uno de los postulados de Kandinsky, la fuerza expresiva del color, que ya habían señalado Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Matisse, cada uno por su parte, o el propio y malogrado Franc Marz, muerto en la Gran Guerra, y cuya importancia en la publicación de esta obra teórica de Kandisky es suficientemente conocida. Mucho tiempo después, pasada otra guerra mundial y llegado el vigoroso mundo del consumo, el arte plástico descubriría, en su búsqueda de la pureza de medios, la paradójica necesidad de la exégesis literaria. Pero mientras, hay un hecho extraordinario, en esos años iniciales del XX, que ya se ofrece en Kandinsky, sin conocer aún su vasta repercusión en el futuro. Ese hecho es el abandono de Grecia y Roma, y la reclamación de unos ídolos y de unas fuerzas -robusta ensoñación biológica de la pureza- simultáneas o acaso anteriores a la propia emergencia de lo humano.

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