La Caja Negra

Así era Lopera: el culto al dios dinero y la afición por los funerales y los perros

Lopera en su balcón de Sierpes en Semana Santa, en la primera planta del edificio del Catunambú.

Lopera en su balcón de Sierpes en Semana Santa, en la primera planta del edificio del Catunambú. / M. G. (Sevilla)

 Se murió Lopera. El sevillano que a nadie dejó indiferente: ni en el fútbol, ni en las cofradías, ni en sus relaciones comerciales, ni en el barrio del Fontanal que nunca abandonó.

La gente acude a misa a encontrarse con Dios, a los toros a dejarse ver, a la Feria a evadirse, a la hermandad para quitarse de su casa a media tarde, y a las marisquerías a comer marisco. Nunca se pondera el bien que le hacen muchas hermandades a muchas familias, ¿verdad? Eso sí que es de premio Demófilo. Un buen cargo de mayordomo de los que obligan a estar cuatro añitos encadenado a un despacho es lo mejor para arreglar muchos matrimonios. En Sevilla no los hay que se van a por tabaco y no vuelven. En Sevilla los hay que se van de mayordomo y no hay quien les ve el pelo en su casa. Y algunos hasta empalman después como hermano mayor y, hala, otros cuatro años quitados de la salita de estar. Porque los mayordomos se presentan a hermano mayor, como se presentan también las camareras de la Virgen, que esto es el mundo al revés. Como el mundo al revés se ha visto muchísimos domingos en una marisquería de Sevilla, donde uno de sus clientes no acudía a comer marisco, sino simplemente el guiso del día.

Manuel Ruiz de Lopera (1944-2024) fue un sevillano de menú cerrado. Dispendios y gollerías, los justos. Sorpresas, las mínimas. Cuando tocaba almuerzo oficial con la directiva del equipo visitante, todo aquello que se consumiera fuera del cubierto pactado corría a cargo del osado comensal. Los bichos con patas decoraban el expositor de esa marisquería del Arenal. Cigalas, centollos, gambas, langostinos, nécoras… Cuando llegaba el metre a tomar nota, se oía una voz, esa voz inconfundible: “Vamos a tomar las papas con chocos que aquí son muy buenas”. Y después, esa letanía de diminutivos tan característica de la oratoria del personaje: “Y un poquito de queso, un poquito de pan, un poquito…”. De vino, un rioja de nivel medio a compartir. ¿Un puro?, preguntó en una ocasión Nicolás Casaus, aquel vicepresidente del Barcelona de abrigos cruzados. “Aquí no hay puros”, oyó de respuesta. Sólo papas con chocos. Que los guisos son cardiosaludables.

Ruiz de Lopera no gastaba. La primera regla para ahorrar es no gastar. Y después ganar dinero. No bajaba la guardia, siempre con las orejas altas. Tenía una habilidad innata para el negocio desde los tiempos en que compraba piezas de pan para su reventa a los vecinos del Fontanal, creando singulares plusvalías. O cuando amasó fortuna con la venta de electrodomésticos a plazos. Compraba frigoríficos “de los que daban calambre”, o televisores defectuosos (“Marconis con orejas”), los llevaba a un taller y los revendía ya reparados. Siempre lo decían sus colaboradores: “Ve el billete detrás del tabique”. No le hizo falta pasar por la Universidad: “Te gana al ajedrez sin saber mover las piezas”.

Cuando los demás se consagraban al destilado en vaso largo, Lopera consumía zumos de naranja con espumita. Si era con las pipas mucho mejor: “No me lo cuele. Y  la naranja que sea del tiempo”. Siempre sobrio, siempre fresco. Un joven abogado quiso agradarle sacando conversación en la cola de espera de la notaría.

–Don Manuel, ¿Tegasa significa Técnicas Ganaderas, verdad? Se ve que es usted aficionado a los toros. –No, niño. Técnicas ga-na-de-ras, pero de ganar dinero.

En los almuerzos se pagaba a escote. Y la factura para Lopera. Que siempre venía bien ante Hacienda. Lopera siempre tenía en su interior un escrutador del gasto, de potenciales agujeros negros por los que se podía ir el dinero, era un tasador perpetuo del coste de la vida cotidiana. Volvía el Real Betis de Burgos a Madrid. El ambiente era de fiesta. El retorno a Primera División estaba logrado. Pepe León invitó a José Rodríguez de la Borbolla, ex presidente de la Junta, a subirse al autobús del club. Pepote se durmió apoyado en una ventanilla desde la que se admiraba el paisaje de la estepa castellana. Un testigo de la escena recuerda cómo Don Manuel se dirigió entonces a León: “¿Y el billete de autobús de Pepote quién lo paga?”.

Todo tiene un precio y hay que pagarlo. Como las consumiciones del balcón semanasantero de Sierpes, en el Catunambú donde tanto lo echaremos de menos estos días. Dos cofrades que estaban en las sillas fueron invitados a subir a contemplar la Macarena desde tan privilegiada posición. Entre paso y paso fueron agasajados con cerveza y viandas. Cuando se marchó la Virgen de la Esperanza camino de la Catedral, los dos conocidísimos cofrades se despidieron y dieron las gracias. Cuando bajaban por la escalera, un propio les dijo que tenían que pagar las consumiciones. Pagaron y se fueron musitando: “Esto no me ha pasado en la vida”.

Los propios o peones de brega eran utilísimos, lo mismo sirven para reclamar el pago de lo que se considera debido que para coger sitio en la función principal de instituto del Gran Poder en la pesada tarde del 6 de enero. Cuando llegaba Don Manuel, le daba dos golpecitos en la espalda al propio y éste se levantaba y le cedía el asiento.

Tenía lugar en Madrid la multitudinaria cena de gala de celebración de la Copa del Rey de 2005, cuando Lopera –pese al ambiente de cava descorchado– estaba pendiente de que no se colara en el restaurante ningún personaje ajeno a la fiesta. Dejó fuera a un conocido caballero rejoneador con gran cartel en la ciudad.

Don Manuel tuvo mucho predicamento en la Hermandad del Gran Poder en los años de Antonio Ríos como hermano mayor. Ejercía esa forma de poder en la sombra a la que se llama influencia. Y eran precisamente los años en que la leyenda de un Lopera todopoderoso e implacable se engrandecía. Lopera ha disfrutado más mandando en la Plaza de San Lorenzo, teniendo a favor de querencia desde el hermano mayor hasta al capiller, que en los palcos de Anfield, de Stamford Bridge o del Luis II, a los que por cierto no acudía. En eso ha sido siempre muy aldeano. O muy aficionado al cultivo de la micropolítica, que diría un analista cursi. El placer de lo local estaba antes que las grandes relaciones exteriores. Prefería controlar la acción de un reventa de entradas que codearse con el presidente del Chelsea. Estaba en una negociación de millones de euros por un contrato de televisión, pero no se le olvidaba que un futbolista se llevó un balón a su casa el domingo anterior e interrumpía la conversación mirando a un tercero: “¿Ha pagado Pier el balón?”. Acudía a recibir el avión del equipo recién clasificado para la Champions y el primer comentario que hacía es para interesarse por quién pagaría el asiento que había dejado vacío el padre de un jugador.

En el Gran Poder regaló mantos, tuvo sitio de privilegio en la Madrugada y acceso libre a la basílica a deshoras. Es sabido que presumía incluso de tener una camisa del Señor en su casa. Hasta que el abogado Miguel Muruve llegó a hermano mayor y le paró los pies. Se acabó lo que se daba. Como en el Betis. Cuando se acabaron los triunfos, cesaron los vítores. Los mismos que lo recibieron con palmas, lo despidieron con insultos. Sevilla es así. La condición humana es así. Lo endiosaron para después tirarlo como un clínex. Lopera era en cierta manera el juguete roto del beticismo.

Hasta algunos de sus más críticos reconocen que pocas cosas había más divertidas que una cena con Lopera, cuando se colocaba la servilleta al cuello para no mancharse esas inconfundibles chaquetas con un pin dorado en cada solapa: el del Gran Poder y el del Betis. Lopera tenía un humorista en su interior. Tenía el don de la gracia. Quizás algunos le rieron las gracias demasiado. Y tenía también un máster en habilidad. Cuando quería salirse con la suya en una reunión en sus oficinas de la calle Jabugo, nada como no ofrecer bebidas ni viandas. A palo seco. No dejaba de ser una vieja técnica vaticana para forzar la elección de pontífice: reducir los alimentos a los cardenales, obligarles a tomar una decisión. Y una vez arrimada el ascua a su sardina, don Manuel pedía ya que trajeran unos montaditos de Hermanos Gómez para acallar el croar de los estómagos.

El culto al ego era clave en este personaje. No sólo encargó un famoso busto para su exhibición en el antepalco, como un César victorioso. Para atender las masivas peticiones de autógrafos, mandó hacer unas estampas en las que se veía la panorámica de la maqueta del estadio y su cara coronando la imagen.

A Lopera lo que más le gustaba después del Betis eran los perros. Sentía predilección por los canes. Recogió muchos perros callejeros. Y sufrió grandes enojos cuando el conductor del coche en que viajaba no quería parar a recoger un perro abandonado. Tuvo uno llamado Beethoven.

–¡El perro se llama como el músico! Qué curioso, don Manuel. –No, no. El perro se llama como su padre.

Formaba parte de la apócrifa cofradía del pésame. Era de los sevillanos a los que no se le pasaba un sepelio, un acompañar en el sentimiento, una visita al tanatorio. Los perros y los funerales eran dos de sus grandes aficiones.

El joven que tenía un Mercedes descapotable en la Sevilla de los 60 vivió muchos años pendiente de la Justicia, de las llamadas del prestigioso bufete de abogados que dirigió su defensa jurídica. Hace años que dejó de mandar cajas por Navidad en cuyo interior se mezclaban en desorden las latas de melva y carne de membrillo con los paquetes de lentejas. Siempre tuvo en su casa esa “copia auténtica” del Gran Poder, sublime contradicción que sólo se entendía en el código loperiano. Como comer papas con chocos en un santuario del marisco. Como el mayordomo que llega a hermano mayor, como el que es presidente pero sigue pensando como un prioste.

–¿Y usted no va a comprar más acciones del Betis?

–¿Para qué? Tengo el 51%.