La caja negra

La Sevilla que no miramos

  • Qué solos se quedan los mendigos de la Plaza Nueva, que cualquier día no piden limosna sino unos ojos que los miren

Un indigente en un portal de la Plaza Nueva

Un indigente en un portal de la Plaza Nueva / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

HAY una Sevilla que no tiene ojos que la miren, ni poetas que le canten. No es de postal ni alimenta tópicos. No huele a la flor de naranjo ni inspira ripios. Casi no tiene quienes la busquen, salvo una minoría desconocida que da de beber al sediento y de comer al hambriento. Para mirar de frente a esa Sevilla hay que acostarse tarde y levantarse temprano.

Esa Sevilla nace cada día con el ocaso del sol y por mucho que madruga parece que ningún Dios le ayuda. No hay que viajar lejos del corazón de la ciudad, donde está la manzana cultural y también estas manzanas podridas sin cestos donde ser recogidas. No hay que perder de vista la Giralda ni acudir a esos polígonos donde acaso se llega alguna vez para arreglar el coche o encargar una nueva cocina en ese sitio tan económico recomendado por la España de los cuñados. Hay una Sevilla que vive junto a esos bancos que no entienden de tipos de interés, una Sevilla que busca zaguanes, techos, rendijas, huecos… Que vivaquea justo enfrente del Ayuntamiento, a la vera de las cotizadas firmas de costura o de las oficinas de banca privada que gestionan grandes patrimonios. Que trata de conciliar un sueño de mala calidad, ahogado en cartón y vino malo, muy cerca de donde el cristal fino recibe salpicaduras de los mejores destilados.

En la Plaza Nueva duerme mucha gente que no está empadronada. El interior de los bancos son los armarios, San Fernando vigila el sueño de estos hijos descarriados a los que la ciudad no mira pese a estar en el lugar más observado, los cajeros son las mejores alcobas. Por la mañana bien temprano forman la cofradía de quienes viven verdaderamente al día. Qué silencio en la Plaza Nueva, qué contrastes de bronce y mantas, de jardines cuidados y de harapos, de escaparates de oro y futuros rotos, de oraciones en San Onofre y esperanza perdida al relente. Qué silencio sólo roto por alguna pelea repentina tras la que se hace de nuevo el sigilo. Una noche mataron a un mendigo de una cuchillada. Era viernes, runrún de las horas del ocio. Se llevaron al muerto. Todo siguió igual. El patrón en su caballo, los bolsos caros en su muestrario, la ginebra sirviendo para escapar de las cuitas de la semana mientras ellos, centinelas de la pobreza, siguieron con sus cartones. El eco de aquella muerte fue tan corto como la esperanza de estos nómadas que están ahí todas las noches. Esta otra Sevilla no es de cartón por mucho que haya cartones. Es real aunque no haya quien la mire.

Qué solos se quedan los mendigos de la Plaza Nueva. Un día perdieron el tren y fueron arrollados por el convoy de la vida. La ciudad amanece y ellos se esfuman. Dejan un reguero de inmundicias que cada día ha de ser limpiado, tormento de Sísifo, rutina desagradable, motivo de enojo. Nadie quiere tener cerca a estos desamparados que nada bueno traen porque no tienen nada que dar. Los orillados de la ciudad, ironías del destino, se refugian donde la ciudad se reconoce a sí misma, donde celebra triunfos deportivos, manifestaciones históricas, ferias del libro, minutos de silencio y, por supuesto, procesiones. Pero nadie dice nunca que es el refugio de estos olvidados. Algunas veces son visitados por un grupo que trae bebidas calientes y, sobre todo, unos minutos de esa conversación que rima con compasión.

Un indigente a la vera de un banco de la Plaza Nueva Un indigente a la vera de un banco de la Plaza Nueva

Un indigente a la vera de un banco de la Plaza Nueva / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

Estos hombres destrozados son un aldabonazo que no suena, que nadie oye. Son la prueba de que el corazón de la ciudad puede hacerse periferia en un santiamén, que en la plaza principal pueden contemplarse varias ciudades a distintas horas sin necesidad de acudir a esos barrios pobres de las estadísticas sonrojantes. La nueva periferia no conoce fronteras. Basta caminar por la Plaza Nueva cuando los comercios echan el cierre, por la calle Imagen, por la Plaza de San Pedro, por la Sierpes desangelada, por muchas de esas calles que horas después se llenan de turistas deseosos de consumir experiencias. Esta periferia hace metástasis, se extiende en silencio, se apodera de los rincones y recuerda a cada momento su existencia, está ahí, esperando una mirada por su particular calle de la Amargura. Está en el escaparate de la ciudad, junto a los arriates , a la luz de las farolas, a la sombra de los soportales, en los cajeros siempre sin saldo. Es la Sevilla que no miramos, la que se autodestruye y siempre se reproduce, porque siempre habrá cartones y gente que los busque. Cualquier día no piden limosna ni un lugar para dormir, sino simplemente una mirada.