Crítica de Teatro

Calderón desnudo y hacia arriba

La sutil decantación del clásico permite a Carles Alfaro y Eva Alarte llegar al final de la obra, al último aliento, justo en ese estado de ánimo -y de escena- al que no suele llevarnos el teatro mil y una vez representado: hablamos de esa intemperie del personaje y esa fragilidad del actor que muestra de repente la polivalencia de los cuerpos y la virtualidad de los destinos que el dramaturgo o demiurgo ha manejado hasta cierto punto, ya que es una complejidad última la que reluce. Y, así, por un momento se ve otro Segismundo, otro Basilio, otro Clotaldo y otra Rosaura. Esto representa el gran logro de una inversión en despojamiento que nació del cotejo de los originales y de las implicaciones de dos versos de los muchos que de aquí se convirtieron en imperecederos: qué delito cometí/contra vosotros naciendo. Metafísica calderoniana.

A este final milagroso se asciende desde el primer despertar de Segismundo entre sedas, en una escena pregnante, potente, que permite a Alejandro Saá ir calentando su impresionante actuación hasta llevarla al extremo en el que la deja y que arriba comentábamos: la indecisión entre la risa y el llanto, la cordura y la desesperación, la reapropiación del poder y la mansedumbre clarividente. Antes, la opción por el minimalismo y la concentración no funcionaba tan bien, y traía consigo una molesta aceleración que -así nos pareció- traicionaba las buenas elecciones de puesta en escena, dando la sensación de que los actores, gesticulantes en exceso, perseguían los densos parlamentos más que articularlos y vivirlos. El equilibro entre el digest y la disección tardó algo en romperse, pero para bien.

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