Iván, el zar de los ojos terribles

El Iván IV de Eisenstein.
Jaime García Bernal

06 de septiembre 2009 - 05:00

La historia escrita desde Occidente, hipnotizada por el desafío del mercantilismo y el Estado moderno, ha adjudicado a Rusia la etiqueta de periferia atrasada e inmovilista. Sin embargo, el discurso político del Gran Ducado, elaborado a finales del siglo XV por el monje Filotei, postulaba que Moscú había tomado el relevo del Imperio griego de Oriente en la defensa de la verdadera fe y estaba predestinada a ser el centro del antiguo Imperio de Constantino, reformado y reconstruido.

Así pues, cuando el príncipe Iván fue coronado Emperador en 1547, existía ya un amplio sentir entre las élites eclesiásticas y civiles de que Moscovia podía impulsar un proyecto soberanista (la sveia Rusia), capaz de reunir a los creyentes de todas las tierras rusas y que se medía, entonces, en el horizonte escatológico de un nuevo siglo que traería consigo el ideal de la justicia universal.

La importancia de Iván IV para la historia de Europa radica en haber concitado tantas esperanzas dentro de un país dividido y anárquico, interpretando un papel director que le condujo a una megalomanía exterminadora. Difícil tarea para el historiador que se enfrenta a imagen tan concluyente. Isabel de Madariaga, catedrática emérita de Estudios Rusos de la Universidad de Londres, resuelve con maestría la empresa, tratando de conocer al hombre, sin dejarse dominar por su larga sombra (aquella que inmortalizó Eisenstein) e intentando comprender sus decisiones, sin juzgarlas.

El escaso rastro del personaje no facilita la labor (no ha quedado registro de sus cartas y encomiendas) y es sólo compensado por la relativa abundancia de datos fiscales y militares. Los relatos escritos por extranjeros o por aristócratas fugitivos completan el cuadro del investigador. El más sobrecogedor entre estos últimos fue la Gran Súplica de Andrei Kurbski, el victorioso militar de las campañas de Kazan, el fiel servidor que cae en desgracia después de la batalla de Nevl. La carta que escribe Kurbski refugiado en Lituania es un documento excepcional. La autora lo utiliza, con buen criterio, como testimonio de la indignación que se ha extendido entre boyardos y oficiales ante la arbitrariedad y la crueldad de las actuaciones del zar. El gobernante retratado como una bestia salvaje ávida de sangre responde acusando al otrora bien amado de traidor e iconoclasta, encastillándose, así, en su Kremlin interior donde escucha las voces que le aclaman como el Servidor divino que ha desplegado las águilas por el ecúmene.

El episodio supuso sólo la antesala de la brutal política de sometimiento del clero y de fidelización de la nobleza que aplicó el monarca en lo sucesivo. Se ha dicho de ella que fue la respuesta colérica al rencor segregado en su desgraciada infancia, mientras para otros evidenciaría el tropismo impulsivo del caudillo ante la menor sospecha de conjura. Isabel de Madariaga añade a estos argumentos otro de peso: el fracaso de la guerra del Báltico fue, en realidad, la espoleta que desató la huida del autócrata hacia delante al poner en marcha su más ambiciosa reforma, la creación de un dominio personal (oprichnina) que supuso la enajenación de las grandes fincas del clero y los boyardos, que sólo conservaron las tierras peores de la periferia. Una nueva clase de propietarios, los oprichniki, administrarían la reserva del zar y nutrirían su guardia particular. Sus incursiones de castigo contra todos los enemigos del régimen se han hecho famosas en la novela histórica y en el cine. Sin reparar en la atrocida de los métodos, la represión se cebó especialmente en las ciudades comerciales (el saqueo de Novgorod) y contra la aristocracia moscovita, que sufrió las peores vejaciones en la terrible jornada del 25 de julio de 1570.

La purga de la aristocracia no acabó con los problemas del zar, acosado por los suecos en el norte y por los tártaros en Crimea. Y su legado de autoritarismo expansivo se vino abajo al final del largo reinado.

Más allá de las ideologías que lo enaltecieron como prefiguración del gobernante reformador y progresista en tiempos de Stalin o denostaron, luego, sometiéndolo a un juicio moral que ignoró sus circunstancias, Isabel de Madariaga, como ya hiciera en la biografía de Catalina la Grande, se limita a analizar al personaje en su contexto, estableciendo como balance la consolidación del trono frente a la amenaza de los grandes y la ampliación del territorio sometido a la autoridad rusa.

Isabel de Madariaga. Alianza. Madrid, 2008. 654 páginas. 25 euros.

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