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Perseidas Quartett | Crítica

Conversaciones racionales

Seiler, Radeva, Hildebrandt y Ruiz, el Perseidas Quartett en el Espacio Turina.

Seiler, Radeva, Hildebrandt y Ruiz, el Perseidas Quartett en el Espacio Turina. / Luis Ollero

El cuarteto de cuerda es una de las más poderosas, fascinantes y desafiantes creaciones del genio artístico occidental: las cuatro antiguas voces de la polifonía iluminadas por el espíritu ilustrado que había traído también la forma sonata y el concierto público. Que los más grandes maestros del Clasicismo (empezando por Haydn y siguiendo por Mozart y Beethoven) le dedicaran muchos de sus mayores esfuerzos está sin duda también en la base de la estima de un género que para Goethe representaba el culmen de la concordia entre contrarios alumbrados por el imperio de la razón (como "una conversación entre personas racionales" lo definió). El cuarteto de cuerda es sin duda el rey de la música de cámara e, incluso más allá, representa la esencia más pura de toda la tradición musical de Occidente.

No extraña pues que sean muchos los conjuntos creados para dedicarse en exclusividad a su interpretación, y ello ya desde los mismos tiempos de Haydn y Mozart (que llegaron a tocar cuartetos juntos de forma ocasional). Hoy día la nómina de cuartetos de cuerda en el mundo resulta abrumadora en cantidad y calidad. Formar un cuarteto de cuerda requiere una intensísima dedicación, que puede llegar casi a lo obsesivo, porque la competencia, siempre estimulante, resulta feroz. Las cuatro mujeres que forman Perseidas Quartett tocan con instrumentos y criterios de época y han coincidido con frecuencia en Alemania, donde Mercedes Ruiz, la violonchelista de la Barroca de Sevilla, trabaja a menudo. De una de sus reuniones nació la idea de crear este cuarteto que se acaba de presentar en Sevilla. Desconozco las intenciones de estas cuatro estupendas músicas, pero la distancia física entre sus respectivas residencias dificulta notablemente cualquier pretensión de dedicación exclusiva, aunque a lo mejor el nombre que han escogido para su grupo no deja de ser una metáfora de sus pretensiones: brillar fugazmente en encuentros esporádicos.

Este que aquí se comenta ha resultado satisfactorio, pese a que se trataba de un reto mayúsculo, pues para su debut han preparado un sólido programa armado en dos de los nombres esenciales del repertorio, Haydn y Mozart, dos compositores unidos por lazos de amistad que se trabaron también a lo largo de los años en la escritura de cuartetos, pues muchas de las obras escritas por Mozart en el género parecen respuestas a piezas anteriores de Haydn: así los Cuartetos vieneses del salzburgués (de 1773) responden a los Cuartetos del Sol Op.20 de Haydn, del año 1772, y posiblemente su primera colección verdaderamente trascendente en el género; mientras que los seis famosos cuartetos que Mozart dedica a Haydn en 1785 (de cuya dedicatoria salía el título de este concierto) nacen inspirados por los Cuartetos rusos Op.33 del amigo, publicados en 1781.

En el KV 168 que abrió el recital (salido de esos Cuartetos vieneses), el Perseidas marcó ya su terreno, con cuatro voces bien distintas y unos perfiles muy marcados por el sonido brillante del violín de Midori Seiler (que en su registro más agudo tendió en varios pasajes a rozar lo estridente, especialmente en las dos primeras obras del programa) y los bellos y robustos graves del violonchelo de Mercedes Ruiz, que parecía fijar, clavar el grupo a la tierra. Voces medias sin duda de nivel, que, a pesar de una búsqueda muy consciente del equilibrio, a veces quedaban un poco opacadas por la pujanza de los extremos. Muy bella la sonoridad conseguida en el Andante, escrito con sordina, una rareza, y preciso el final fugado (que copiaba el de tres de las piezas de la Op.20 de Haydn), que luego repetirían como propina.

El arranque del Op.77 nº1 de Haydn, una obra más densa, extensa y consistente, pudo servir aún mejor como ejemplo del tipo de fraseo que practica el grupo, con períodos muy articulados, arcos cortos y acentos bien marcados, aunque sin violentar nunca las curvas melódicas de las obras. En el Adagio mostraron que son perfectamente capaces de llevar un tempo de gran lentitud sin perder tensión y resultar a la vez especialmente expresivas, pero en los dos últimos movimientos, cuando los arcos se revolucionan y el pulso se acelera en medio de unas texturas que se densifican apuntando a lo orquestal, hubo más de un desajuste e incluso algún pequeño desbarajuste (Minueto).

Tras una pausa, el grupo tardó un poquito en encontrarse en el principio del KV 421 de Mozart, música de una desnudez capaz de desarmar al grupo más empastado y coordinado del mundo. Como en Haydn, el movimiento lento (esta vez, un Adagio, no demasiado habituales en Mozart) resultó muy expresivo por el dramatismo de las tensiones armónicas, que no edulcoraron en ningún momento, y por los imperiosos ataques. Siguió un Minueto contrastadísimo entre el agitado tema principal y la casi frivolidad del trío, aunque donde el grupo se lució especialmente fue en el magistral final con variaciones (una idea posiblemente extraída del final del Op.33 nº5 de Haydn) por la riquísima polifonía conseguida, con el continuo intercambio en la posición de las voces como solistas y acompañantes y los matices logrados en progresiones trabajadas con minucioso detalle.

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