Pinochet era un vampiro: arriesgada y negrísima sátira de Larraín

EL CONDE | CRÍTICA (EN NETFLIX)

Una imagen del largometraje.
Una imagen del largometraje. / D. S.

La ficha

**** 'El conde'. Terror-Comedia, Chile, 2023, 110 min. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón, Pablo Larraín. Fotografía: Edward Lachman. Intérpretes: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Antonia Zegers, Amparo Noguera, Marcial Tagle.

El conde se estrenó el pasado viernes en Netflix. Pero es una película del director chileno Pablo Larraín, y cuando de él se trata, se trata de cine, sea cual sea el medio de difusión. Larraín, uno de los grandes nombres del cine mundial actual, no solo del latinoamericano, ya trató el tema del golpe de estado de Pinochet en Post mortem (2010), a través de la figura de un empleado en la morgue de un hospital de Santiago de Chile en los terribles días de septiembre de 1973, y en No (2012), centrada en el plebiscito de 1988. Veinte años después, y tras su consagración internacional sobre todo con El club (2015) y Jackie (2016), vuelve a la figura de Pinochet con la seguridad y hasta arrogancia que dan los años y los éxitos para afrontar un proyecto del que parece imposible salir airoso: una comedia negra y gótica en la que Pinochet es un vampiro. Una idea que parece concebida en una noche de borrachera entre compadres. Sin embargo, él sale airoso. O casi.

El dictador Pinochet fue una de las encarnaciones del vampiro francés Pinoche que, tras presenciar la ejecución de su adorada María Antonieta, juró vengarse a lo largo de los siglos de toda forma de revolución, progresismo o izquierdismo con los que se encontrara. Convertido en Pinochet, septiembre del 73 le dio la ocasión de cebarse con ellos. Ahora, envejecido, servido por un mayordomo cosaco que fue un destacado agente de sus sangrientas hazañas (caricatura del siniestro personaje real Miguel Krasnoff), amargado por el juicio negativo de la historia y la ingratitud de su país, y por ello deseando morir, invita a su mujer y sus hijos al destartalado caserón en medio de una agreste nada en el que agoniza sin beber sangre para arreglar cuentas con ellos. Al caserón llega también una monja exorcista para enfrentarse a esa encarnación del mal.…Y hasta ahí debo contar.

Poderosa visualmente con su extraordinaria fotografía en blanco y negro de Edward Lachman, y con tan poderosas líneas de diálogo que podría ser llevada al teatro, esta apuesta que parece concebida para estrellarse tiene momentos extraordinarios junto a baches importantes quizás derivados de los errores de un guión tan bien escrito por Larraín y Guillermo Calderón en lo que a los diálogos se refiere como lastrado por unir dos planteamientos contradictorios. Por un lado está la espectacular caricatura gótico-terrorífica del vampiro eternamente joven que vive la revolución francesa y, convertido en el dictador, vuela envuelto en su característica capa en las noches de Santiago de Chile para hartarse de sangre y de corazones palpitantes triturados en una batidora, su plato favorito. Por otro lado, está la sombría historia del viejo vampiro encerrado en su vetusta mansión en el helado y desértico Cono Sur chileno que ha renunciado a la sangre y los batidos de corazones para dejarse morir, de sus encuentros y desencuentros con su mísera esposa y sus míseros hijos, obsesionados con encontrar la fortuna escondida del dictador, y de su relación con la monja exorcista que físicamente parece una versión perversa de la María Falconetti de La pasión de Juana de Arco de Dreyer.

Las sangrientas aventuras del vampiro tienen el tono caricaturesco de una relectura gamberra de las películas de la Hammer y del cine gore. La parte central y medular del enfrentamiento familiar en medio de una nada desértica está filmada con el opuesto estilo severo de un Dreyer o un Tarkovski, a ratos con ecos esencialistas, a ratos con ecos expresionistas. Es un Larraín muy próximo a la severidad claustrofóbica de El club que no engarza bien con el del humor gore de las aventuras del vampiro eternamente joven.

Este interesante y en gran parte logrado disparate, un Sunset Boulevard de Wilder en el que Pinochet es Gloria Swanson y su mayordomo cosaco es Erich Von Stroheim, ambientado en su mayor parte en ese medio derruido caserón que tiene ecos de la posada del Vampyr de Dreyer, rodeado por tumbas de rectoría de película de la Hammer y una guillotina alzada sobre un paisaje metafísico con resonancias de Tarkovski, con algo o mucho también de broma política grosera de un sketch de late night, mete demasiadas cosas en el cesto. Incluso una escena realista -las ejecuciones al borde una fosa- que alude algo demasiado serio y trágico para meterla en esta caricatura.

Con muchos momentos cinematográficamente brillantes, con la desvergonzada audacia de quien no teme los riesgos y con admirables interpretaciones de todos los actores, creo que hubiera sido mucho más eficaz como demoledora caricatura del dictador y de su régimen si se hubiera centrado en la historia del viejo vampiro y su familia -un retrato inimaginablemente duro y descarnado en el que crimen y avaricia se enlazan- destrozándose perdidos en el desierto.

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