Romances inciertos. Un autre Orlando | Crítica de danza

La inefable pureza del mestizaje

François Chaignaud en el primer acto, interpretando a la 'Doncella Guerrera'.

François Chaignaud en el primer acto, interpretando a la 'Doncella Guerrera'. / Lolo Vasco

Cuando en un escenario se combinan de forma equilibrada diferentes talentos, a veces, solo a veces, surge la excelencia. Eso que llamamos arte, tan efímero que ninguna cámara ha sido capaz de apresar.

Así, lo que sobre el papel parecía un tótum revolutum de músicas, danzas, épocas, figuras literarias y géneros, se conjugó en un espectáculo formalmente sencillo y bien ordenado, que la imaginación y la genialidad de sus cinco intérpretes convirtieron en un acontecimiento inolvidable, a pesar de la hora de retraso -por problemas técnicos, dijeron- con que Romances inciertos. Un autre Orlando se presentaba sobre las piedras romanas del Teatro de Itálica.

El proyecto, la puesta en escena y la dirección musical de la pieza, estrenada en 2017, son obra de Nino Laisné quien, además de su pasión por el cine y los audiovisuales, siente una atracción especial por las tradiciones orales ibéricas y sus numerosos personajes.

En esta ocasión, sin embargo, nada de proyecciones ni de artilugios tecnológicos. Solo cuatro hermosos tapices con escenas de la naturaleza, estupendamente iluminados, y cuatro músicos impresionantes capaces de armonizar músicas de los siglos XVI y XVII con sus muchas y variadas reinterpretaciones.

Bajo esta aparente sencillez, uniendo timbres a veces aparentemente incompatibles, la tiorba, la viola da gamba, la guitarra barroca, el bandoneón y las percusiones transitaron sin violencia de una canción sefardí o una folía barroca a La falsa monea del sevillano Juan Mostazo. Un magnífico recital escandido únicamente por la partitura vocal y dancística -igualmente mestiza- del genial y extravagante François Chaignaud, que se metamorfoseó, gracias a sus registros de voz, a su danza virtuosa y libérrima y a su hermoso vestuario, en tres personajes tan fantásticos y ambiguos como él mismo.

Los cuatro instrumentistas ofrecieron un extraordinario recital. Los cuatro instrumentistas ofrecieron un extraordinario recital.

Los cuatro instrumentistas ofrecieron un extraordinario recital. / Lolo Vasco

Con el primero, esa Doncella Guerrera, que en la edad media se alistó en el ejército como hombre, Chaignaud, partiendo de la danza clásica, ejecutó con maestría toda una serie de piruetas mientras cantaba sin asfixiarse su arromanzada historia.

El segundo personaje era el Arcángel San Miguel, pero visto a través del célebre poema del Romancero gitano de García Lorca. Un ser “lleno de encajes que en la alcoba de su torre enseña sus bellos muslos” y que “canta en los vidrios, efebo de tres mil noches”.

Para cantar las poéticas imágenes lorquianas, que tal vez conociera a través del cantautor flamenco afincado en Francia, Vicente Pradal, el creador se presentó con un precioso mantón de Manila y unos zancos cortos como los de los mozos del pueblo riojano de Anguiano, entregándose a una danza de corte folklórico (con la jota como base), pícara y acrobática, llena de giros que, al final, termina en puntas; esas mismas puntas que utilizó en la pasada edición del Festival para ‘taconear’ junto a Rocío Molina.

Finalmente, llegada a través de un huecograbado de Gustavo Doré y de los relatos de Davillier, apareció por las escaleras de piedra del teatro la misteriosa Tarara.

Aquí la ambigüedad se mezcla con un travestismo etéreo de altos tacones y con ese amor por el riesgo físico y los precipicios que el bailarín-cantante mide con una precisión milimétrica para que el espectador no pueda apartar ni por un momento la mirada de su gesto.

Lejos del exceso de otros trabajos -el año pasado llenó de flores el Teatro Central con su Soufflette- y lejos incluso del protagonista de la irónica biografía de Virginia Woolf (Orlando), el espectáculo logra destilar las mil referencias que lo componen para dejarnos una pureza inusitada. Un auténtico disfrute.

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