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Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu. CEU Ediciones. Madrid, 2024. 358 páginas. 20 euros
Pese a sus raíces etimológicas, el concepto, tan español, de hidalguía, alude no sólo al nacimiento prestigioso sino a virtudes intemporales que son independientes del origen, algunas del mismo campo semántico como la caballerosidad o la nobleza –que en el uso más extendido pueden referirse a cualquiera que haga gala de ellas con su comportamiento– y otras que no presuponen relación ninguna con el linaje, tales como la lealtad, la generosidad o la entrega desinteresada. Si las relacionamos con la aristocracia estricta, son virtudes que en Occidente tienen una tradición propia, muy ligada al cristianismo de las órdenes y la sociedad estamental del antiguo régimen, hace siglos desplazada por el ascenso de la burguesía y en ese sentido residual, en nuestro caso lastrada por estereotipos no infundados que achacan a la rigidez y los prejuicios de clase algunas de las carencias históricas de la nación. Pero no es de la aristocracia estricta de lo que habla Enrique García-Máiquez en Ejecutoria, el ágil y bienhumorado ensayo donde propone una “llamada universal a la hidalguía del espíritu”, accesible por tanto a todo el que lo merezca por su esfuerzo, que por lo demás siempre fue reconocido por los caballeros dignos de ese nombre. La extemporánea exaltación de los valores de la caballería, una institución tan ajena a nuestro tiempo que resulta atractiva, también por provocadora, es un propósito arriesgado del que el autor, que nunca ha ocultado sus filias ni rehuido el combate, ha salido más que airoso.
Como diagnosticara Edmund Burke, citado por el ensayista, la edad de la caballería acabó del todo cuando la madre de todas las revoluciones –lo señaló al tener noticia de la ejecución de María Antonieta– inauguró el tiempo que el gran pensador dublinés llamaba de los sofistas, los economistas y los contables. Pero sus ideales, señala García-Máiquez, si atendemos a los textos fundacionales de Bernardo de Claraval, Ramón Llul o Godofredo de Charny, puesto que ya en ellos se insistía en la “nobleza del corazón”, como la llamó el segundo, no han perdido vigencia o pueden seguir teniéndola si se conciben eternos, del mismo modo que la fe para los creyentes. En el fondo de Ejecutoria, obra de un escritor de hondas convicciones religiosas que no rehúsa el apostolado, confluyen la visión idealizada del Medioevo, o sea la nostalgia del orden teológico anterior a la modernidad, lo que podríamos llamar el elogio de la heredad, entendida como territorio no sólo físico, y una desconfianza del Estado que entronca con la variante del conservadurismo más cercana al pensamiento libertario, a un tiempo individualista y comunitaria: “La propiedad sería el cuerpo de la tradición y la tradición, el alma de la herencia”.
Dicho así, suena demasiado contundente, pero lo que convierte lo que podría ser un sesudo tratado doctrinario en un amenísimo ensayo, que fluye con naturalidad y admirable ligereza, es el reconocible estilo de García-Máiquez y su manera de concebir y estructurar los contenidos. Nuestro Cervantes, padre del hidalgo por excelencia, y el inmortal autor de la Comedia, que en muchos momentos guía al autor de Ejecutoria como Virgilio hizo con él mismo, son presencias tutelares y constantes en un itinerario que empieza por una invocación a Claraval –donde se nos recuerda que Arturo, pieza clave del imaginario medieval, fue antes que rey un “chico de borrosos orígenes”– y se despliega en secciones que fijan las ideas sin perder nunca de vista la perspectiva contemporánea, titulan los capítulos con palabras o expresiones de un terceto del Infierno de Dante, relacionan las lecturas de tinta azul en un “árbol bibliogenealógico” y concluyen, tras una clara y precisa enumeración de las razones por las que el ejercicio de la caballerosidad sigue mereciendo la pena, con un memorable capítulo de agradecimientos.
El vasto conjunto de referencias que maneja el ensayista comprende, desde luego, sus conocidas predilecciones, pero no se reduce a las más esperables y de este modo encontramos, entre las muchas citas y glosas, los nombres de Camus, María Zambrano, Simone Weil o Fernando Savater, por decir unos pocos, y a criaturas de ficción como Corto Maltés, héroe de nuestro tiempo. Con su prosa amena y felizmente divagatoria, chestertoniana en la forma y en el espíritu, no sólo o no tanto por el aliento católico que la inspira –ajeno al de los severos predicadores, aunque pueda coincidir con ellos– como por su manera risueña y celebratoria de entender la fe, García-Máiquez convierte el oficio de apologista en una verdadera fiesta, pero su intención moral es inseparable de una familiaridad profunda con la literatura, apreciable en observaciones críticas muy perspicaces, valga como muestra el finísimo análisis de Retorno a Brideshead. Quizá sea innecesario precisar, o no, en esta época de ciudadanos y lectores estabulados, que no es imprescindible suscribir las convicciones del autor para reconocer la excelencia de la escritura y también o sobre todo –un aspecto no menor, dada la materia– la limpieza de la mirada.
Aunque no niega la razón de ser de la aristocracia de sangre ni los principios que se le atribuyen, claro está que no siempre con fundamento, García-Máiquez prefiere poner el énfasis en una idea de la superación personal –desde una perspectiva ética, se hace complicado hablar de virtudes heredadas– que vale para cualquiera: “Ser distinguido no es distinguirse de los demás, sino del peor yo de cada uno”. Frente al plebeyismo, ya denunciado por Ortega en la época de la revolución de las masas, se alzan la sabiduría popular y acuñaciones como la “aristocracia de intemperie” de la que habló Juan Ramón, quien como d’Ors –histriónico campeón de la “caballería intelectual”– también es invocado en estas páginas. En sus artículos o ensayos, como en su poesía, García-Máiquez es un escritor militante que defiende con pasión un ideario y, lo que es menos habitual en nuestro tiempo encanallado, trata de estar a la altura de sus principios, que en efecto obligan. La cortesía, por ejemplo, que entra dentro del mencionado campo semántico, exige esas buenas formas que se echan hoy de menos en tantos ámbitos. El nivel de la conversación pública está por los suelos y no hay peor fango que el de la ciénaga en la que se revuelcan los mediocres que, conscientes de su mediocridad, querrían mancharnos a todos.
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