La piedra elocuente
El Foro romano | Crítica
Athenaica publica El Foro romano. La invención de un espacio arruinado, obra del medievalista español, profesor en Trento, Igor Santos Salazar, donde se ofrece una imagen novedosa, viva y dinámica, de un vestigio de la antigüedad utilizado con frecuencia como símbolo de decadencia.

La ficha
El foro romano. La invención de un espacio arruinado. Igor Santos Salazar. Athenaica. Sevilla, 2024. 232 pág. 22,50 €
Es posible que la Roma habitada por zorros a la que llega Martín V sea una verdad puntual, pero no es una constante histórica. La imagen de una Roma devastada, en perpetuo declive, desde los días de la predación bárbara, tiene más de prejuicio cultural, hondamente asimilado, que de realidad comprobable en sus vestigios. De hecho, lo que se deduce de estas páginas -páginas de una sabiduría bien administrada y expuesta con ligereza-, es que ha sido la disciplina arqueológica la que acaso haya supuesto una considerable amenaza para los restos del mundo antiguo, según documenta el autor para el caso concreto del Foro romano. A este respecto -la obra lleva por subtítulo “La invención de un espacio arruinado”- debe decirse que los verdaderos bárbaros bien pudieran ser aquellos que destruyeron los restos de la Antigüedad en nombre de la Antigüedad misma. O por decirlo de mejor modo, en nombre de una idea de la Antigüedad que ha ido variando según la necesidad y el siglo.
A partir del Renacimiento se concibe la Antigüedad como una realidad lejana, compacta y homogénea.
Chastel, en El saco de Roma, subrayaba que la intensa predación a que se vio sometida la capital italiana fue, principalmente, una predación dineraria y de bienes muebles, fácilmente transportables. No se trató, ni entonces ni en siglos anteriores, de la precipitada derrución arquitectónica que nos ha legado el imaginario historiográfico. Como recuerda Santos Salazar, la carta de Rafael /Castiglione a León X es expresiva de dicha mixtificación, puesto que fueron los contemporáneos de Rafael Sanzio -nombrado conservador de las antigüedades por el pontífice- quienes convirtieron abundantemente en cal los mármoles antiguos. Por otro lado, y como hecho inicial, Santos Salazar aclara, apoyándose, por ejemplo, en Gregorovius, que la llegada de los bárbaros y el subsiguiente fin del Imperio romano occidental no suponen la destrucción y no implican la cesura que, melodramáticamente, concebirán, en el XVIII, Montesquieu y Gibbon. Para ello será necesario un hecho, habrá de formularse un concepto que Panofsky explica meridianamente: es a partir del Renacimiento, de la Sacra Vetustas, cuando el hombre de la modernidad comienza a concebir el mundo antiguo como una realidad lejana, compacta y homogénea. Esta conformación previa de la Antigüedad, como ente macizo y cuerpo conjeturable, es la que permitirá la concepción de dos periodos aledaños: el periodo de la rinascita, vale decir, del mundo moderno, y el largo tramo de “oscuridad”, muy mal estudiado hasta el XIX, que se conocerá como Edad Media. Es, pues, el propio concepto de Antigüedad, y las variadas visiones del mundo antiguo, sustanciado en el Foro romano, a partir de la llegada de Odoacro (476 d.C.), lo que Santos Salazar comprime diligentemente en estas páginas, hasta llegar a la antigüedad imperial que concibe el fascio en las primeras décadas del XX.
Son muchas e interesantísimas las direcciones que toma este estudio de los prejuicios y los lugares comunes en torno a la pervivencia de Roma en Roma misma, con singular atención a la Roma de los papas. Señalemos dos que pudieran resultar particularmente gratas para el lector: una primera es la imagen de una Roma ajada que los pintores flamencos del XVI-XVII difundirán como verídica, acaso como un eco pictórico de la Roma babilónica, venal, decadente, que ha figurado la Protesta. Otra segunda es la notable colección de viajeros españoles (en contra de la convención que nos supone ausentes del Grand Tour) que dieron vario testimonio de los vestigios del Foro. Valgan como ejemplo Moratín, el jesuita expulso Juan Andrés y el historiador y polígrafo Emilio Castelar. En esta profusión testimonial del Grand Tour, unida a la abundancia de vedutistas, que tendrán en el Foro un objeto de su predilección, Salazar documenta otro de los modos en que el pintoresquismo, patrio o foráneo, reiterará esta imagen de la Roma en ruinas, desvitalizada, inmersa en un crepúsculo vasto e irreversible, que aún encontraremos en historiadores recientes, tan perspicaces, no obstante, como Chastel.
La última adulteración del Foro, de su imagen y de su realidad urbana, será aquella que acometa la enardecida Italia mussoliniana, a costa de sus propios vestigios, para fabricar una retórica y una estética imperial, de infausto recuerdo. Pero no sería el único. También la Italia de la unificación intervendría en el Foro inoportunamente. En puridad, El foro romano de Santos Salazar es la historia de una fantasmagoría, el proceso de una omisión, donde lo omitido es el vestigio mismo, la elocuencia muda de las piedras, cuya preservación o no, en nombre de lo antiguo, irá en servicio de la Antigüedad imaginada en cada época.
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