Un sueño de piedra

El Partenón | Crítica

Crítica publica El Partenón, inteligente y cauteloso ensayo de la historiadora Mary Beard, donde se recorre la historia del Partenón, su varia fortuna arqueológica, así como las razones, a favor y a la contra, que alimentan el conflicto de los mármoles Elgin, extraídos del Partenón a comienzos del siglo XIX y hoy expuestos en el Museo Británico

Imagen nocturna del Partenón y la acrópolis ateniense
Manuel Gregorio González

28 de diciembre 2025 - 06:00

La ficha

El Partenón. Mary Beard. Trad. Silvia Furió. Crítica. Barcelona, 2025. 232 págs. 21,90 €

En este ensayo de la historiadora británica Mary Beard se ofrece una breve historia del Partenón con la intención de establecer los términos del conflicto originado por los “mármoles de lord Elgin”, llevados a suelo inglés a comienzos del siglo XIX, y reclamados con insistencia por el Gobierno griego como parte sustancial de su patrimonio artístico. No es este, sin embargo, el único cometido del presente ensayo: al a bordar la historia del Partenón, Beard recuerda tanto los sucesivos usos del templo dedicado a Atenea (catedral, mezquita, polvorín, acuartelamiento, vestigio en mal estado...), como los diferentes enfoques con que la arqueología se ha aproximado a la acrópolis griega, hasta desnudarla de restos ajenos a la paganidad que le dio origen. Para Beard, el conflicto que suscita la acción de Elgin adquirió tal relieve, que “si no hubiera sido desmembrado, el Partenón nunca habría sido ni la mitad de famoso”.

El XVIII identificará la democracia ateniense con el esplendor artístico del Partenón

En un primer término, pues, Beard acude a la Grecia antigua para matizar un lugar común del XVIII, que identifica la Atenas de Pericles con la democracia, y la democracia periclea con el esplendor artístico del Partenón. Como recuerda Beard, dicha idealidad acaso no lo fuera tanto; o quizá lo fuera de muy distinto modo. Sin embargo, fue esta igualdad, formulada por Winckelmann en 1755, la que llevará al XVIII-XIX, no solo a pensar en términos neoclásicos las cuestiones estéticas, sino a considerar políticamente la Antigüedad, como prueban la pintura y la vida de Jacques-Louis David. Esta identificación de la Grecia periclea con un arte de belleza suma es la misma que se halla al fondo de avidez anticuaria de Elgin y de muchos otros súbditos alemanes, ingleses y franceses, principalmente, durante aquellos años. No otro razonamiento antepondrá Napoleón, y antes el Directorio, cuando dispongan su colosal rapiña en Europa y Egipto. Si la belleza clásica es la resulta del régimen democrático, la democracia no tiene otra expresión que el clasicismo (lo cual excluía de la norma clásica a cualquier régimen carente de hombres libres. Por ejemplo, Italia).

Las razones de Elgin para hacerse con las piedras del Partenón ya las conocemos: al abandono de las ruinas de la acrópolis y el peligro de su desaparición. Prueba de ello fue el ataque veneciano de septiembre de1687 y la gran explosión que destruyó parte del templo. Solo extrayéndolas de su lugar de origen, aducirá Elgin, podrá preservarse su belleza y trasmitirla a las generaciones futuras. Las razones expuestas por los griegos, además del componente sentimental y patriótico, no hacen sino tomar en beneficio propio los argumentos de Elgin. Ya que no existe peligro para su conservación en Grecia, es lógico que los mármoles del British Museum vuelvan a su lugar de origen y muestren en su integridad la vieja maravilla del mundo antiguo. A tal efecto, el gobierno griego ha construido un gran museo en la proximidad de la acrópolis. De este modo, junto a la historia del Partenón y su vicisitud arqueológica, Beard consigna también una pequeña historiografía del conflicto que aún enfrenta, a ambos países en nombre, precisamente, de una idea de lo griego, muy influyente en la erudición anglosajona, como muestra la propia Mary Beard.

Quizá por un motivo de concisión, Beard no alude a las dos obras del anticuario francés Quatremère de Quincy donde se establece por primera vez la naturaleza de tal conflicto. Una primera son las cartas que cruza con el general venezolano Francisco de Miranda, publicadas en 1796, con el largo y expresivo título de Lettres sur le préjudice qu’occasionneraient aux arts et à la science, le déplacement des monuments de l’art de l’Italie, le démembrement de ses écoles et la spoliation de ses collections, galeries, musées, etc. Otra posterior son las Cartas a Canova, escritas a petición de este último, donde Quatremére arguye a favor de que los mármoles de Elgin permanezcan en Londres, por los motivos de conservación ya aducidos y que no eran de aplicación, en absoluto, a las antigüedades romanas. No conviene olvidar, a tal respecto, que Canova fue el comisionado por el Vaticano para recuperar todo el arte expoliado por el Gran Corso y trasladado al Louvre, entonces Museo Napoleón. En el caso español, sería el general Álava, acompañado por el teniente coronel Miniussir y el pintor Francisco Lacoma quienes recuperaran parte del botín. Ahí se planteaba ya la cuestión, antes señalada, que encierra en su seno el ideal neoclásico: a quién deben pertenecer las grandes obras de la antigüedad y su poderoso eco educativo y cívico. Según el Directorio -y luego Napoleón-, a un pueblo libre. Es probable que Elgin, Hamilton, Stendahl o el propio Goethe no estuviesen en desacuerdo con el Sire.

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