Tinta indeleble del afecto
Feria del Libro Antiguo y de Ocasión
El pregón póstumo de Antonio Rivero Taravillo para la Feria de Libro Antiguo recoge entre otros aspectos su especial relación con México, reforzada por la investigación sobre el Cernuda de los años del exilio
Irlandés de corazón
No pudo decirlo “con su propia voz”, como anunciaba el texto, recurriendo a la tercera persona de la que se servía el autor para caracterizarse a sí mismo como “libro viejo”, menguado por la enfermedad, pero el pregón de Antonio Rivero Taravillo se oyó en la víspera de la inauguración de la Feria del Libro Antiguo y quedará como contribución póstuma en la relación histórica del casi medio centenar de piezas dedicadas a una materia que es también, para los rebuscadores de volúmenes, objeto de culto. Con no fingido patetismo y ese suave humor tan suyo, el pregonero se dice “desencuadernado, baqueteado, dolorido como el descolado mueble viejo que cantara Carlos Gardel en el tango Mano a mano o como el libro fatigado que he llegado a ser…”, después de dos años de dura pelea: “730 páginas en el volumen de la existencia”. Su Breve relación acaba con la transcripción de un poema muy adecuado para el momento, el titulado Ex Libris: “En vez de dar mi nombre a cuantos libros / apilan mis estantes / fijándolo en sus páginas primeras, // más correcto sería que mi piel / ostentara sus títulos, grabados / con la tinta indeleble del afecto. // Pues soy lo que ellos me trajeron. / Sus líneas tatuaron a mi alma”.
Como se ha recordado estos días, Irlanda y la literatura inglesa fueron dos de las grandes pasiones de Antonio, pero el escritor conocía muy bien su propia tradición, la española, y dentro de nuestro ámbito lingüístico sintió una especial cercanía hacia México, que ocupa en el pregón un espacio relevante. Evocando su pasión por la letra impresa, recuerda una antología de poesía mexicana entre los primeros libros –junto a los poemas de Poe en edición bilingüe– comprados por el adolescente con el dinero de su cartilla de ahorros, hallazgo que le llevó a “ese ramal inconmensurable” entre las literaturas hispánicas. También tiene un recuerdo para su madre, española de familia manchega pero nacida en Ciudad de México en 1925, el mismo año, precisa, que la poeta mexicana Rosario Castellanos, que murió como aquella en 1974, cuando Antonio tenía once. Pero fue la investigación de los años de exilio de Luis Cernuda, con vistas a la redacción de la segunda entrega de su imprescindible biografía, la que lo llevó a conocer el país de primera mano, luego revisitado en distintas ocasiones y especialmente con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la más importante del mundo de habla española.
Descubrió entonces la mítica calle del antiguo DF donde se acumulan las librerías de viejo, “hondas e inacabables”, como las califica Juan Bonilla en La novela del buscador de libros. A propósito de “su mar de letras / sobre el lago de la antigua Tenochtitlan”, escribió Antonio un poema titulado con su nombre, Calle Donceles, dedicado a José María Conget e igualmente transcrito en el pregón, que como él mismo dice refleja bien la atmósfera de cualquiera de estos templos: “Estantes y volúmenes, / la madera, el papel: / hermanos juntos, huérfanos del árbol”. Y muy cerca, junto al Zócalo, en el corazón de la ciudad histórica, encontró la sede de la primera imprenta de Nueva España, que fue también la primera del continente americano, fundada por Juan Cromberger en 1539 y vinculada por lo tanto a la gran tradición impresora hispalense. Otro poema, Prensas de Ultramar, relaciona el escenario con la casa matriz de Sevilla –“Gutenberg no quedaba tan lejano, / y empezaban las Indias por el río / con las velas henchidas como pliegos / tendidos a secarse en un cordel”– desde la que se difundió la prodigiosa maquinaria y termina con una evocación de la brava sor Juana, cumbre del Barroco novohispano, “en su convento aquel de San Jerónimo”. La celda biblioteca de la monja es descrita como “sucinto paraíso de saber / junto a un patinillo sevillano / o que pudiera serlo, en todo igual / como dos ejemplares de una obra / salidos de una misma imprenta y caja”. Patios de México en los que el exiliado Cernuda, después de años de infeliz errancia, proyectó su ya remota memoria sevillana.
No se citan en el pregón las maravillosas Variaciones sobre tema mexicano, el libro hermano de Ocnos en cuyo inolvidable comienzo el poeta se reencuentra con la lengua española, pero sí aparece la reciente adquisición de un ejemplar de la primera edición de Troilo y Crésida, la tragedia de Shakespeare traducida por Cernuda, que fue publicada por Ínsula en 1953, un año después de las Variaciones. Hay referencias circunstanciales a dos figuras ineludibles de la historia mexicana, el cronista de Indias Bernal Díaz del Castillo y el poeta y ensayista Octavio Paz, a quien Antonio retrató en su primera novela, Los huesos olvidados, o también a los escritores Gabriel Zaid y Vicente Quirarte, y otras muestras de su honda familiaridad con el autor de La Realidad y el Deseo. Hacia el final, una ironía del destino que le habría hecho sonreír, bromea sobre la inexactitud de los colofones cuando –le pasó al maestro Muñoz Rojas, que no cumplió por días su centenario– adelantan fechas que los autores no llegan a ver, como le ha ocurrido a él mismo. Leemos que declamó el pregón en el colofón del impreso, pero ya no estaba entre nosotros el 25 de septiembre, “Día Nacional del Tipógrafo en México”. La jornada, instituida a comienzos del milenio, conmemora precisamente la llegada de la primera imprenta a América.
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