Irlandés de corazón
En la muerte de Antonio Rivero Taravillo
"Irlandés de corazón”, decía Antonio al frente de la semblanza que acompañó a uno de sus últimos libros de poemas, donde reunió los referidos a esa apasionada filiación espiritual: la verde Erín a la que había dedicado un precioso diccionario sentimental y muchas otras páginas entre eruditas y confesionales, pues su pasión por las cosas de Irlanda, que no era sólo libresca, fue uno de los motivos recurrentes tanto de su vida como de su obra. Amaba las dos lenguas del país, el inglés de Shakespeare, a quien tradujo ampliamente, y la variedad del gaélico que aún persiste y fue documentada por él mismo en una extraordinaria antología de poesía antigua. En ese corazón irlandés, sin embargo, cabían todas las culturas del Reino, que empezó a conocer sobre el terreno en su época de estudiante en Edimburgo: las literaturas célticas, las otras variedades del gaélico en Escocia o Gales y por supuesto la tradición predominante entre las tierras que conforman la admirable e incorregible nación de naciones, aludida en el viaje sentimental por Inglaterra que dio título a uno de sus itinerarios por una geografía no sólo física.
En la prehistoria de Antonio como escritor hubo un hito importante, su trabajo en The English Bookshop, y es igualmente obligado, siguiendo con la veta inglesa, referirse a su titánica labor como traductor en la que además del citado Shakespeare –o de su contemporáneo Marlowe– figuran decenas de autores de primera fila, baste citar a Donne, Boswell, Swift, Keats, Tennyson, Hopkins, Yeats, Pound o Graves. Pero habría que hablar también de su devoción por Joyce y de otras muchas manifestaciones de ese persistente sustrato angloirlandés –incluyendo el ultramar del venerado Poe– que comparece en toda su obra. Ahora bien, dejando al margen sus oficios de librero y editor, sus ensayos y estudios críticos, sus narraciones y biografías –la de Cernuda, un monumento; la de Cirlot, perfecto reflejo de su perfil más heterodoxo–, el interés principal de Antonio, sobre el que muchas veces giraron los otros, fue sin duda la poesía. Tenemos sobre la mesa todos sus libros y nos conmueve hoy el que abrió la serie, una hermosa plaquette de finales de los ochenta donde recogía sus poemas primerizos un escritor relativamente tardío.
Antonio nos dio un buen puñado de libros y de su legendaria capacidad de trabajo cabía esperar muchos otros. Los amigos le hacíamos bromas sobre la factoría de orientales a los que tenía esclavizados. La muerte le ha llegado demasiado pronto, maldita sea, pero no podrá decirse que no haya vivido con pasión e intensidad, entregado a la literatura de un modo obstinado e inusualmente generoso. No menos que al hombre de letras, echaremos de menos al hombre a secas. Deja un gran número de títulos valiosos en todos los géneros, una biografía de Álvaro Cunqueiro que aparecerá muy pronto en Renacimiento, un pregón para los libreros de viejo que ya no podrá decir y una mujer maravillosa, Teresa Merino, a la que todos estamos abrazando.
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