Análisis

julián aguilar garcía

Abogado

Aduriz le da la razón a mi padre

Confesaré que el Mugaritz me encantó y no sólo porque había un camarero de Marchena

Hace quizás quince años, en uno de mis periplos no sé si de predicador o de viajante de comercio, comí un día en el restaurante Kruisheren, de Mastrique (vulgo Maastricht). Es el comedor de un hotel moderno surgido aprovechando un antiguo convento homónimo. El restaurante en sí ocupa la nave de la iglesia gótica. No sé cuál sería mi opinión actual del lugar y de la comida, ahora que tengo más años y más experiencias, pero les confieso que en aquel momento me impresionó la mezcla de antigüedad bien conservada y diseño rompedor de mucha calidad. Me produjo cierta pena (quizás anticipatoria de la evolución -con menos gusto- de edificios similares en Sevilla o tal vez por la demostración de la secularización no sólo extendida sino incluso vista como aspiración o como un logro para ser exhibido) pero me gustó. Y también la gastronomía.

Sin embargo hubo un detalle que me estuvo rondando la cabeza durante toda la comida: además del menú de platos y vinos, había una carta de aguas. No sé si hoy es habitual, pero yo nunca lo había visto. Y, quizás porque soy de pueblo, me pareció más una prueba de estupidez pretenciosa que de sofisticación. Recuerdo aquella versión más joven de mí, aunque ya calva y adiposa, pensando que una sociedad que presume de una carta de aguas traídas de distintos manantiales y glaciares está enferma de opulencia.

Por distintas razones he tenido luego la suerte de comer (sobre todo de gañote, lo que le añade placer) en bastantes restaurantes "estrellados", fantásticos sin matices o (en mi tal vez cateta opinión) exitosos vendedores de humo, según los casos. Mi padre, mucho más inteligente y profundamente culto que yo, tendía a considerar esos establecimientos, en que con frecuencia lo importante no es la comida sino la "experiencia", como apropiados para comensales adinerados y sin personalidad, que comulgan con cualquier rueda de molino que les venda la modernidad o la moda. Yo intentaba argumentarle que exponerse a la excelencia impide luego estar cómodo en la mediocridad. Que su precio se justifica por los altos costes y los meses de creatividad sin ingresos. Que no tienen por qué gustarnos todos sus platos pero el mero hecho de probarlos añade capacidad de percepción y sensibilidad y nos enseña a distinguir. Mi padre me miraba y no insistía, para qué.

Hace también un puñado de años, mi siempre joven y bella esposa me llevó a comer a Mugaritz, en Rentería (en vascuence y en tontuñol, Errentería). Confesaré que me encantó y no sólo porque había un camarero de Marchena (lo que constituía un inesperado rasgo de elegancia del lugar). Muy buena comida, original, cuidada, lo que ustedes quieran.

Ha saltado Mugaritz a los medios últimamente por ofrecer un plato que semeja un gelatinoso embrión humano de tres meses, con su líquido amniótico y su meconio. Con una almendra por cerebro que cruje al morder. Vendiendo escándalo en vez de comida, su cocinero, Aduriz, demuestra que mi padre, otra vez, tenía razón.

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