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Pilar Larrondo

Viaje al cielo literario

26 de noviembre 2017 - 02:40

Lo que más me gusta de este oficio es la cantidad de gente tan dispar que llegas a conocer. Hoy entrevistas a un famoso cantante, mañana a una señora que enseña matemáticas a través de la música y pasado haces un reportaje al hombre con la taberna más antigua de toda la ciudad. Te cuenten lo que te cuenten y escribas de ellos lo que escribas, al final siempre sales ganando tú. En este caso yo, que tengo tendencia a enamorarme de todo ser humano con el que hablo.

Rubén Darío Ávalos tenía 10 años cuando se sentó a hablar conmigo y desde el minuto uno me enamoré de él. Padecía una enfermedad de las llamadas raras y combatía los efectos le causaba leyendo y escribiendo historias que luego publicaba. Esta semana alguien me dijo que Rubén, de doce años, ya no escribiría más, que su pluma no había logrado vencer a su enfermedad y que la inmensa biblioteca que estaba creando en su casa tampoco crecería más.

Es inevitable sentir pena y rabia cuando la vida pega semejantes reveses pero estoy segura de que a Rubén, que adoraba las letras por encima de cualquier cosa, no le hubiera gustado que utilizásemos las palabras para hablar de él con condescendencia. Él, con cuerpo de niño y mente de adulto, estaba tan familiarizado con ellas que las utilizaba a su antojo para crear un mundo de fantasía mientras estaba en el hospital. A su corta edad había leído más que cualquiera de nosotros en toda nuestra vida. Cambió a los personajes de Disney por Dickens, García Márquez y Cortázar y prefirió escribir sus cuentos a que se los contasen. Lo que muchos alabaron por ser algo atípico en un niño. Pero lo que a mí me enamoró de Rubén fue la inocencia, a pesar de que la vida se empeñaba en arrebatársela, con la que miraba al mundo. Sus ganas de hablar, que le hacían interrumpirte constantemente para encandilarte con alguna de sus historias. El amor hacia su madre -bendita madre- y el deseo de hacer partícipes a sus compañeros de todo el mundo de fantasía que creaba en su cabeza. Estoy segura que este ángel que acaba de llegar al cielo utilizará las plumas de sus alas para seguir escribiendo historias. Ahora comparte cielo con aquellos a quien leyó y sé que ellos lo adorarán tanto que le contarán todos sus secretos literarios.

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