Manuel García Fernández

El arzobispo humanista de nuestras vidas

29 de abril 2022 - 19:20

La Historia, maestra de la vida, sitúa siempre a cada uno en su lugar. Es cuestión de tiempo. Y no me refiero a ese sitio eterno y celestial que la Divina Providencia nos tiene reservado según nuestros propios méritos temporales. Me refiero, lógicamente, a la dignidad con la que Clío suele distinguir con enaltecimiento a ciertas personas que a lo largo de los años, a veces de toda una vida, han sido dignas de alcanzar la mención social y el reconocimiento más admirable por su inconfundible excelencia. Fray Carlos Amigo Vallejo, cardenal de la Santa Iglesia de Roma, de Santa María de Montserrat de los Españoles, y arzobispo emérito de la Iglesia de Sevilla, no solo ha seguido ya desgraciadamente y tal vez demasiado pronto el inevitable camino de todos los mortales en loor de ejemplaridad, sino que en esta ciudad, tan querida y admirada por monseñor Amigo, ha dejado para toda una generación de sevillanos, también de su archidiócesis, una huella indeleble en el tiempo. La de un pastor instruido y diplomático. La de un hombre bueno, entregado a sus semejantes más desfavorecidos. Y, como buen franciscano, la de un fraile temperado, disciplinado y profundamente humanista. El arzobispo que fue el de nuestras vidas entre 1982 a 2009. El de los años de la globalización y el crecimiento de esta ciudad, pues de su mano y gestión se hizo también –y hay que reconocérselo– más universal.

Mucho se ha escrito estos días sobre su atractiva personalidad. Y se ha puesto en valor por periodistas, intelectuales y responsables de las instituciones locales y regionales de gobierno, sin duda con mas conocimientos y profesionalidad que este modesto catedrático de historia medieval, las muchas palmas –y algunas espinas– de su brillante episcopado, incluso también como emérito en nuestra ciudad y fuera de ella. No voy a insistir en ello; no porque su eminencia no lo merezca una vez más, sino porque no me encuentro capacitado para ello. Ahora bien, apesadumbrado por tan significativa pérdida, por los valores cristianos y cívicos modernos y actuales que la vida y la obra de fray Carlos Amigo representan, porque son virtudes perennes y ejemplares para esta sociedad sevillana y andaluza tan descreída de comienzos de siglo, me gustaría evocar hoy el talante intelectual y humanista de nuestro querido cardenal. Conocí personalmente a fray Carlos Amigo en el paraninfo de la Universidad de Sevilla, siendo vicerrector el profesor Adolfo González, en uno de los muchos actos académicos en los que tuve el honor de colaborar a comienzos de los años noventa del siglo pasado. Era yo entonces un joven profesor titular y vicedecano de mi facultad de Geografía e Historia. El arzobispo recordaría siempre mi vinculación universitaria, pues gozaba de una excelente memoria. Hombre de elocuencia brillante y oratoria fácil me llamó la atención su enorme capacidad de transmisión de los conocimientos.

Años más tardes, siendo ya secretario de El Silencio volvimos a encontramos en algunos cultos. El afecto era mutuo y el reconocimiento universitario también. Por el padre don Leonardo del Castillo –otro bendito de Dios que estará ya gozando de su presencia– que fue director de Caritas y párroco de mi pueblo, Carrión de los Céspedes, supe en más de una ocasión el destino final de sus estipendios cofradieros, de esas mismas “hermandades que aspiraban a ser las hermandades”, como señaló en una célebre entrevista televisiva con motivo de las nuevas Normas Diocesanas de 1997 y su aplicación posterior para equiparar la necesaria y justa equidad entre hermanos y hermanas en el ámbito interno y externo de las cofradías. Pero entonces las mejores y más bellas rosas tenían siempre espinas. Fray Carlos Amigo bien que lo sabía. No le importó en absoluto.

En el otoño de 2006, con motivo del 50 aniversario de mi parroquia, San Benito Abad, invitado por el párroco don Manuel Luque –un buen amigo que también disfrutará ya de la presencia de Dios– impartí una conferencia sobre el Real Monasterio de San Benito y mi barrio de la Calzada en la Sevilla medieval. Presidió el acto el señor arzobispo, ya como nuevo Príncipe de la Iglesia. Al término de la charla –aun guardo con mucho cariño el cuadro que me entregó– nuevamente intercambiamos impresiones en esta ocasión sobre la Historia de Sevilla. Y volví a reconocer como casi veinte años antes al pastor íntegro, al fraile austero y al arzobispo profundamente humanista, aunque su percepción de la ciudad había cambiado: se había hecho más compleja y enriquecedora con el paso del tiempo y la experiencia de los años. Estaba el señor cardenal entonces muy interesado –preocupado, mejor– por el patrimonio eclesiástico de la ciudad. Con la distancia que se justifica por su muerte, la ucronía histórica de quien escribe sintetiza, no obstante, que fray Carlos Amigo Vallejo, el arzobispo de nuestras vidas, siempre fue un franciscano humanista adelantado a su tiempo. Un hombre del renacimiento eterno de la ciudad de Sevilla a la que había hecho desde su cátedra arzobispal más moderna y universal. Gracias monseñor Amigo.

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