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A gran prisa, gran vagar

La creación y la contemplación ‘inútiles’ son fuente de serenidad, o sea, de felicidad

El refranero es un corpus sentencioso; apañado y socorrido cual peseta rubia. Esos pares de hemistiquios de la tradición oral, los refranes, pueden ser crueles, represivos y, en definitiva, injustos, sobre todo por reducir una generalización asuntos de la vida diaria, del bien y del mal o hasta de la vida y la muerte. Solemos decir, como si fuera indudable, que “quien mucho abarca, poco aprieta”. Tal verdad no ya hace negacionismo de Leonardo Da Vinci y del posterior espíritu renacentista, sino del vivir de muchos congéneres que, si no hombres orquesta, sí tocan muchos palos, esto es, son muy versátiles y polivalentes, como aquella selección oranje de Rinus Michels y Johan Cruyff que inventó el “fútbol total”: lejos de una especialización cerrada en su puesto, los jugadores debían ser capaces de estar para un roto y para un descosido en todo el campo. Existen Leonardos y renacentistas sin relumbrón, que descubrieron que meter entre col y col profesional una lechuga de ocio sereno y no impuesto por la agenda es una fórmula para vivir mejor. Inutilidades que acompañan a tu trabajo principal, en el que estás formado, eres experto por estudios, por mera experiencia o dotes naturales. Vale incluso quedarse quieto; actitud denostada por los velocistas, pero en el fondo virtuosa y madre de la buena reflexión.

Conocí a un abuelo que conoció a sus casi cincuenta nietos y a algunos bisnietos. Fue un “hombre hecho a sí mismo”. Tal expresión contiene una consideración de demiurgo: un creador o hacedor. En este caso, de su propia profesión y su propio destino, alguien que había heredado, de su padre y con sus hermanos, un activo tan poco contante y sonante como lo es un oficio: el de contratista de obras. Con una titulación de geómetra y la obligación familiar de ganarse la vida con denuedo y así dejar las aulas, aquel hombre tocó la ocarina, el piano y el órgano electrónico; compuso pasodobles con sus letras, escribió tres tomos de sus memorias, pintó algún que otro centenar de óleos, cazó, diseñó bizarras estructuras antiseísmo... pero se le antoja a uno que aquellas actividades cortafuegos de su verdadera habilidad eran obligadas para su paz interior. Complementos hacendosos y lúdicos ejecutados con mayor o menor destreza, para hacer la vida más bella y, a la vez, disponer de una válvula frente a la presión del negocio y la responsabilidad por sus muchos empleados y descendientes. Crear en la intimidad cosas por placer, éstas sin afán de rentabilidad; ajeno el ánimo a envidias ni a insomnio. A solas, o con pocos. Es otra forma de renacimiento, uno de defensa: mucho abarcar belleza para un poco apretar el cuello a la tiranía de la obligación. A ratos: ratos de gozo y elevación personal. Huyendo del gentío y la atención de otros.

La vía de escape que ofrecen la contemplación –lectura o caminata, sin ir más lejos– y la propia creación humilde es una fuente de serenidad, que quizá sea el mejor sinónimo de eso que llamamos felicidad. Actividades de exploración y de pasión; pero de sosiego, a la postre. Hablamos, por ejemplo, de evadirse del perpetuum mobile del desplazamiento costeado, de imponerse entre mil reuniones unas horas de golf&networking para volver al móvil como loco, de escaparse a doscientos a un gimnasio o una bahía como píldora antiestrés, de asistir a saraos sin fin, de presencias obligadas y, a fuerza de practicar la ubicuidad y el traslado, propiciarnos la condena de vivir vertiginosamente. Se trata de lo contrario del renacimiento, porque de ahí no nace nada delicioso. Sí se liba, así, el pegajoso y embriagador néctar del poder, altamente adictivo. En la falta de pausa y en el descuido del placer sencillo sólo hay prisa por irse al otro barrio. Al refrán: “A gran prisa, gran vagar”.

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