Cuando era estudiante mi asignatura preferida era Lengua. El mundo de los complementos, las subordinadas, los distintos tiempos verbales y la etimología de las palabras me producían fascinación. Supongo que, frente a asignaturas como Gimnasia o Plástica, que yo me decantase por Lengua me convertía -y me convierte- en un bicho raro. Supongo, también, que mi amor por esa materia me hizo decantarme por el periodismo cuando me tocó enfrentarme al ¿qué quieres ser de mayor? Sea como fuere, realmente comprendo que nadie se decante por la Lengua, que nadie la escoja. Análisis sintácticos, palabras derivadas, campo semático... Se me antoja tedioso para alguien al que la inmediatez sirve de faro de guía.

Comunicarse con emoticos es lo que tiene, que nunca te plantees qué es un sujeto y por qué ha de estar coordinado con un verbo. Utilizar palabras comodín para absolutamente todo justifica que te importe un pepino de dónde proceden otras y cómo emplearlas en según qué contexto. No distinguir entre complemento directo e indirecto hace normal que no te chirrien laísmos, leísmos y demás atrocidades gramaticales. Frases cortas, diez palabras a combinar para comunicarse con el mundo, escribir dos párrafos y creer haber escrito el Quijote, nula comprensión lectora y peor capacidad expresiva. Eso es lo que prima ahora.

No podemos -y no debemos- culpar al poco amor que despierta la asignatura de Lengua (de pequeños muchos odiábamos la Educación Física y ahora vamos en manada a hacer crossfit). Quizás el escaso interés por la lectura, los malditos teléfonos móviles y la forma fugaz de comunicarse a través de ellos o la desgana generalizada nos estén llevando de nuevo a las cavernas. Donde los sonidos guturales eran el idioma oficial y pensar estaba tan sobrevalorado que los señores cavernícolas ni se sabían poseedores de esa capacidad.

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