Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Cien años...
Sueños esféricos
Ha estado un año y medio degustando los éxitos y rumiando los fracasos en la intimidad, sin terminar de explotar o desahogarse con los habituales compañeros de andanzas en los graderíos. En no pocos casos, ha renovado su abono sin saber si con ello iba a volver al teatro de tus sueños, como en una prueba de fidelidad definitiva.
Pero no. La prueba definitiva de ese amor inquebrantable, que va más allá de la misma muerte, parece que le ha llegado al aficionado sevillano en la vuelta a los campos, que contiene más restricciones que la entrada al Pentágono.
La primera experiencia de sevillistas y béticos en sus respectivos estadios ha acarreado una oleada de malestar y agravios. No poder formar el corrillo habitual en la grada apaga el ánimo, ya entras al recinto con la pasión atemperada. Pero no poder levantarte del asiento con la mascarilla puesta a riesgo de que el guarda te expulse, convierte la atonía en enojo: el hincha no puede explayarse, liberar la tensión. Para más inri, ni siquiera encuentra el consuelo del bocata de filete empanado. El fútbol sabe a pipas y bocadillo y huele a hierba. Pero hasta esos sabores y olores los tenemos secuestrados.
Es lo que hay en estos tiempos malditos. Hay que apechugar y ser responsable, como cuando uno va al supermercado. La plebe, que no tiene un pelo de tonta, se imaginaba que volver al fútbol iba a ser incomodísimo, un desafío a esa palabra tan de moda, la resiliencia. Pero el amor y la espera han pesado mucho más y vuelven ansiosos.
Ahora bien, en los aspectos que dependen de la voluntad humana, no sujetos a las obligadas restricciones, los dirigentes deben mejorar en las maneras: que las empresas que explotan la restauración de los estadios cobren dos euros por una botellita de agua es lícito, pero amoral. Como que quienes pagan los palcos aireen su burbuja de bienestar, cortador de jamón incluido. La afición tiene hoy la piel más fina que una loncha.
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