El rey

Ante este turismo que no cesa, ¿estamos haciendo un pan con unas tortas

Si sumáramos los porcentajes del PIB que se atribuyen las patronales sectoriales no cabrían en el 100%. Cabe atenerse a la Contabilidad Nacional, que a su vez debe responder a las normas de estimación que la Unión Europea se ha dado: a falta de perfección ni absoluta precisión, la homogeneidad contable entre estados sirve para la instrumentación de políticas, incluidas las ayudas comunitarias. Mientras que en el sector primario –el que obtiene materias primas del medio natural: agricultura, ganadería, minería o pesca– y en el secundario –la industria– las valoraciones en términos monetarios son relativamente claras, en el tremendamente multiforme sector terciario o de servicios no lo son tanto. Por poner un ejemplo, en la determinación del peso económico del turismo se puede reconocer como turístico un determinado porcentaje de las ventas o el empleo de bares y restaurantes, sin que se pueda saber a ciencia cierta si quienes comieron, bebieron y pagaron eran turistas o no.

Una asociación empresarial del ramo, Exceltur, asigna al sector turístico casi un 13% de PIB. Por calibrar a tanto alzado esta cifra, debemos recordar que el sector primario no llega al 3% del PIB, y que la industria ronda el 20% desde hace años. O sea, que un 13% de nuestra producción agregada la genera el turismo, esa industria española imparable, y vulnerable en tiempos de incertidumbre. Demos por razonable ese pujante 13% del PIB. Urge no perder de vista que una economía está más protegida y remunerada cuanto mayor es su sector industrial y tecnológico. Con Alemania, Estados Unidos o China como sus potencias paradigmáticas. El turismo es una industria ya imprescindible, y eso, paradójicamente, hace que los territorios y sus gobernantes regionales o locales se agarren a la ubre de los ingresos que provee el viajero por placer, dejando de lado otras políticas de fomento que cabe tener como de mayor “valor añadido”.

En una ciudad en buena medida turística como en la que vivo, suelo preguntar: “¿cuántos familiares vuestros viven del turismo?”. Por lo general, la respuesta es “ninguno”. No conviene ser simples, e ignorar que las economías no son siempre directas, que los ingresos que trae el turismo catalizan no sólo tasas e impuestos, sino actividad constructora, cultural o agroalimentaria (valgan los ejemplos). Pero tampoco es aceptable que los reglamentos de los municipios o las leyes autonómicas, en su dependencia fiscal, se muevan por un interés presupuestario cortoplacista y no tomen medidas de contención de las patologías sociales que ocasiona el turismo excesivo: mientras que en pueblos “vaciados” se vende tirado el metro cuadrado, si se vende, en Baleares, Málaga o Barcelona no hay un hijo de usted o mío que pueda comprar o alquilar una casa en la que vivir sin ser un eterno superviviente. No parece sostenible la cosa, y los ayuntamientos premiados por la azarosa lotería de Bookings, Ryanair o la dinamita de los pisos turísticos en casas de comunidad (pensiones sin ojo del amo), etc., van arrastrados al panal de rica miel. Dudoso dinero que acarrea ingentes gastos locales para tener las calles limpias, cierta presencia policial, razonable consumo de agua. Las carencias de estos servicios se van trasladando a los habitantes estables. ¿Estamos haciendo “un pan con unas hostias”? Las políticas sirven a los votantes si miran a cierto plazo, o son malas políticas. Una anécdota: en el barrio retirado donde vivo no son pocos los que van temiendo que se construya la siempre anhelada línea de metro. Temen la expansión hacia su barrio del turista y el encarecimiento e incomodidad de sus vidas. Quizá nunca en España hubo un sector tan desatado. En términos de PIB. ¿Quién le pone el cascabel a ese gato?

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