Carlos Colón

Sin él

la ciudad y los días

10 de septiembre 2012 - 01:00

SIN Él hasta el viernes. Sólo son cuatro días. Pero en las cosas de la devoción, que es la forma religiosa del cariño, el tiempo lo mide el corazón. ¿Cuánto duran los momentos que estamos ante Él en su Basílica? ¿Cuánto el beso que damos en su talón? ¿Cuántos minutos lo vemos andar por las calles? ¿Cuántos segundos nos dejamos abrazar por sus ojos en el besamanos? El tiempo que miden los relojes no sirve para medir la duración de los momentos que estamos ante el Señor. Sumados, no son nada frente a los tiempos de nuestra vida. Y sin embargo lo son todo. Instantes eternos. Si un cuerpo humano pudo contener la ternura, la gloria y el poder de Dios, un instante ante el Gran Poder puede contener la eternidad.

Cuatro días son muchos instantes eternos de ausencia. Está en su azulejo. Está en las fotos que llevamos en las carteras y en las que presiden nuestras casas como esa presencia familiar, amiga y cotidiana que gracias a Él es Dios para nosotros. Está sobre todo en la huella que esos instantes eternos dejan en lo más íntimo de nosotros; y no me refiero a la memoria, sino a esa misteriosa totalidad nuestra, que no fue engendrada y no será destruida por la muerte, a la que llamamos alma.

Esa huella que el Gran Poder deja en el alma nos dice lo que Pedro Casaldáliga expresó tan radicalmente: "Somos hijos de Dios. Las personas tenemos genética divina". Por eso creo que después de los apóstoles y los santos, permítaseme decirlo con toda humildad pero también con absoluta convicción, nadie ha visto a Jesús Nazareno con tanta realidad de presencia como quien mira cara a cara al Señor del Gran Poder.

Cuenta Joseph Conrad que, tras una larga travesía, la exhausta tripulación de un barco destrozado por los temporales veía con envidia pasar las nubes que alcanzarían antes que ellos la ansiada tierra. Eran "más rápidas que el barco, y más libres también, pero carecían de puerto que las esperase". Tenemos los sevillanos la suerte de tener una vela que se llama Esperanza y un puerto que se llama Gran Poder. Tenemos aliento y destino. Tenemos, a pesar de tantos pesares, fuerzas para vivir y para morir. Porque tenemos puerto que nos aguarda.

Esto no es literatura en el sentido más débil de la palabra. Cuando se sentía morir, nuestro amigo Alberto Fernández Bañuls se hizo hermano de la Macarena, como si quisiera formalizar in articulo mortis la pasión de su vida, y le escribió al Señor, en ese momento de verdad descarnada en que no cabe la mentira: "Si conviertes la muerte con que llego / en propios atributos soberanos, / merecerá la pena esta partida". Tenía puerto que le esperase. Vuelve pronto, Señor.

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