Juan Moya Gómez

Cuento para un palio de oro y sueños

Cruz Alzada

Novedad. La Virgen de la Angustia de la Hermandad de los Estudiantes sale hoy con los bordados de su paso de palio totalmente terminados tras el empeño de sus hermanos.

03 de abril 2012 - 07:43

ERASE una vez un general, de primer trato tosco pero de corazón noble y alma generosa, que vivía recluido en los viejos cuarteles de invierno a los que el paso del tiempo le fue confinando. Ese general, que aun siéndolo nunca conoció más guerras que las cruentas que se debaten en las cofradías, un buen día se puso a soñar desde su exilio con tiempos mejores y pasados. Y en medio de ese adormecimiento, de pronto se vio correteando nuevamente sus años de pubertad, camino de aquella capilla universitaria a la que solía acudir cuando caía el día. Allí, a la sombra de quien todo lo puede, en el mismo lugar le esperaba todas las tardes la dulce mirada de una Virgen en quien, desde hacía tiempo, ese general había venido encontrado el consuelo y la comprensión necesarias para hacer frente a los problemas propios de esas edades en la que uno empieza a renacer a la vida.

Tan reconfortado se sentía por los momentos que con ella pasaba, tan agradecido siempre le estaba, que le entristecía pensar como esa madre quedaba relegada a un plano secundario, donde el calor y la ternura de sus besos no alcanzaban a ser compartidos por todas las personas que de ella necesitaban. No se resignaba a que su devoción tuviera que quedar oscurecida y le dolía comprobar como pasaban los años sin que nadie se decidiera a dignificarla, terminando aquel paso de palio que generación tras generación le habían venido prometiendo.

Pero al rememorar esas vivencias, que el tiempo se había encargado de convertirlas en viejas y lejanas, el general comprendió que si no despertaba pronto de ese letargo su voz también se haría cómplice de aquellas promesas incumplidas. Por eso, un buen día se hizo firme propósito de acometer el sueño que otros antes que él habían soñado, dignificando a esa Virgen y cubriéndola con el manto y el palio que se habían dejado inacabados. Y como las utopías se afrontan y saben mejor si se sienten compartidas, el general decidió no acometer en solitario su proyecto y buscó de entre los compañeros de aventuras aquel que se convertiría en su sombra y fiel escudero. Así, contagiados mutuamente de una ilusión que parecía incombustible, expusieron al resto de hermanos su idea y, poco a poco, le ganaron la partida a aquellas voces que los tachaban de locos y abogaban por no afrontar quimeras imposibles. Pero nunca se dejaron desanimar por los planteamientos inmovilistas y, con tesón y esmero, fueron juntos haciendo frente a todos y cada uno de los inconvenientes y contratiempos que se les presentaban. En cada adversidad mutuamente se apoyaban y alentaban, firmemente convencidos de que su esfuerzo no era en vano y que estaban escribiendo una parte de la historia de su hermandad al dejar para generaciones venideras un impagable legado.

Buscaron y rebuscaron la financiación donde no la había, llamaron a mil puertas vaciando los bolsillos y descuadrando contabilidades ajenas, haciendo malabarismos con unos números que continuamente se empeñaban en negarles la razón. Marcharon hasta tierras lejanas a por aquel tisú de plata donde quedaran grabada la hojarasca y las fantasías, buscaron los más bellos y finos hilos de seda e invocaron a los ángeles que desde hacía tiempo aguardaban dormidos en las manos de unos bordadores y artesanos, que se fueron contagiados ante la idea de romper con los límites de las imposibilidades manifiestas. Y así, puntada a puntada, día a día, el proyecto que un día parecía imposible fue tomando forma y cuerpo.

Los años pasaron. La muerte, siempre caprichosa e injusta, decidió arrebatarle a su fiel compañero pocos meses antes de ver definitivamente cumplida la utopía que un día juntos iniciaron. Pero hoy, cuando los pasillos que les vieron crecer son cada vez menos universidad, cuando el exilio vuelve a reclamarle y ya ni el protocolo le respeta, esa Virgen vuelve a mirarlo con dulzura desde la cumplida realidad de ese palacio de oro y plata, un altar donde para siempre quedarán bordadas las ilusiones de tantos que, junto a ellos, un día soñaron con que llegara este Martes Santo. Nadie le agradece nada, pues nunca ha pedido ni el reconocimiento ni la correspondencia, le basta refugiarse en su mirada, aquella que a pesar del paso de los años le sigue y, hasta el final de sus días, le seguirá amparando y cobijando.

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