'Curro' recuerda

Nuestros grandes problemas y nuestras grandes carencias son los que teníamos antes de que empezara la Expo 92

29 de enero 2017 - 02:32

Curro, la mascota de la Expo 92 que en las últimas semanas se ha dejado ver en algunas convocatorias con próceres sevillanos, nos invita a echar la vista atrás y aprovechar que estamos ya en plena conmemoración de los 25 años de la celebración de la muestra para hacernos la pregunta clave: ¿para qué sirvió todo aquello visto desde la perspectiva de 2017? Hay una primera respuesta que aunque obvia no es menos trascendente. Nuestras grandes carencias y nuestros grandes problemas son los mismos que teníamos antes de que entrara la primera excavadora en la isla de la Cartuja. Incluso se podría decir sin temor a exagerar demasiado que esos problemas y esas carencias se arrastran desde que hace trescientos años, que se cumplen también en 2017, una decisión de la Corona le quitara a Sevilla el monopolio del comercio con las colonias americanas para dárselo a Cádiz. La cosa va de conmemoraciones.

Desde tan lejana fecha Sevilla no ha sabido encontrar su camino como una de las principales metrópolis del sur de Europa y sólo a impulsos llegados del exterior ha dado pasos hacia delante dignos de ese nombre. Los dos últimos en 1929 y 1992 y desde éste, nada o muy poco. No conviene, en ningún caso, minusvalorar lo que significaron las dos exposiciones del siglo XX para Sevilla. Le cambiaron la cara a la ciudad y la pusieron al día. Si Curro, entre foto y foto de Fitur, ha tenido tiempo para evocar la Sevilla para la que fue creado por un visionario holandés, recordará que no teníamos más SE-30 que la que formaban la Ronda de Capuchinos, la Resolana y la antigua calle Torneo, a la que un muro separaba de las vías del tren que aislaban a la isla de la Cartuja. Recordará también el pajarraco de cresta arcoíris que para ir a Madrid en tren necesitaba nueve horas viajando a lo largo de la noche o algo más de seis si iba de pudiente y cogía el Talgo; que la dársena del Guadalquivir se cortaba abruptamente donde hoy está el puente del Cachorro y que para cruzar el río había sólo cuatro pasos, incluido el de hierro. Podría también evocar una Sevilla en la que la Alameda era un territorio sin ley donde todo tráfico ilícito y toda marginalidad tenían su asiento.

De pronto -y ahí hay que resaltar el esfuerzo de un grupo de sevillanos y la existencia en Madrid de un Gobierno al frente del que estaban dos personas aquí nacidas- empezaron a llover sobre la ciudad miles de millones de pesetas que la transformaron para bien. No sólo se pusieron en marcha todas las infraestructuras que todavía hoy tenemos; también llegaron montones de empresas y profesionales de alta cualificación que arrimaron el hombro, pero que tan pronto como vinieron se marcharon en la terrible resaca que siguió al cierre del certamen.

Pero la lluvia de millones sirvió para lo que sirvió y cuando escampó -no cae una gota desde hace un cuarto de siglo- volvimos a lo que siempre fuimos. El dinero y las infraestructuras no actuaron como palanca para que la iniciativa local se movilizara y se subiera al carro del desarrollo. ¿Por qué pasó esto? La respuesta no hay que buscarla demasiado lejos. Es cierto que en las dos décadas y media que nos separan de la Expo ha habido un abandono claro por parte de la Administración central y que la Junta de Andalucía tampoco le ha dado mucho cariño a su capital. Pero los frenos los hemos tenido dentro y cualquier sevillano preocupado por su ciudad los conoce perfectamente. Nos hemos conformado con una sociedad regida por instituciones que se conforman con sus raquíticas cuotas de poder e influencia local y que son incapaces de mirar más allá de sus propios intereses. No les extrañe que Curro, cuando se dé cuenta de cómo está la Sevilla que dejó en octubre de 1992, se eche a llorar.

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