Antonio Montero Alcaide

Desventuras de María Coronel

Las leyendas reposan en el tiempo y la memoria, como sus protagonistas en la sepultura

15 de octubre 2020 - 02:31

Las leyendas reposan en el tiempo y la memoria, y muchos de sus protagonistas también lo hacen en la reservada estancia de la sepultura, como María Coronel, en el sevillano convento de Santa Inés, por ella fundado en 1376. Del mismo modo que su hermana Aldonza, fue pretendida por el rey Pedro I, que decapitó a Alfonso Fernández Coronel, padre de ambas y fiel a Leonor de Guzmán -la concubina de Alfonso XI, padre del rey-, dio asimismo muerte a Juan de la Cerda, marido de María, y persiguió a Álvaro Pérez de Guzmán, esposo de Aldonza, puestos los cuñados como fronteros por el rey, en la guerra contra Aragón, pero desleales y huidizos ante la encomienda.

Cuenta entonces la leyenda que don Pedro repetía visitas al sevillano convento de Santa Clara, donde las hermanas Coronel tenían morada. Según parece, aburrido o no colmado con doña Aldonza, al rey le turbaba la belleza de doña María. Ésta, también se dice, resolvió herir su cuerpo con aceite hirviendo, para que las quemaduras llagaran su piel y la llenasen de ampollas putrefactas. De forma que poca incitación cupiera -una manera cuidada de decir que su cuerpo espantaba- a las tentaciones de la carne. Y así evitar la insistencia de don Pedro, que, sigue la leyenda, solía escabullirse escondiéndose en un estrecho aposento, bajo tierra, al que se accedía por una puerta de madera, escondida entre las verduras del huerto del convento, para dar a sus estancias por una contrapuerta secreta. Cronista habrá que lo cuente de otra guisa, al sostener que doña María, fogosa en la soledad mientras su marido conspiraba en la frontera de Aragón, no tuvo mejor manera de preservar su honra, y la castidad debida al matrimonio, que la de meterse un tizón ardiendo por su miembro natural, tras lo que encontró la muerte con un suplicio tan horrendo. Luego de ese modo resolvió ante las voluptuosas inclinaciones de su cuerpo, al que faltaba la compañía y el quehacer del esposo en las noches de coyunda. Adviértase que, en tan aireadas versiones de los hechos, lo mismo cabe afirmar que doña María murió poco después de quemar su sexo, con un tizón, que en olor de santidad, varios años después de su retiro, tras rociarse aceite hirviendo. Y si la razón de los desmanes de la pasión no fuera la propia calentura de doña María, sino la que urgía al rey, igual cabría entender que este alternaba lujuriosamente con las dos hermanas, mientras los cuñados hacían lo propio, alternar, pero bien cierto que para muy distintos fines, con el rey Pedro IV de Aragón. Así que primero se procuró don Pedro el deleite con doña Aldonza, en Sevilla, conocedor de la deslealtad de su esposo, don Álvaro Pérez de Guzmán, en la frontera con Aragón, para después de recibir a doña María, en Tarazona, quedar prendido de su donoso cuerpo, otorgar falsa clemencia ante la traición de su esposo don Juan de la Cerda y, tras regresar de nuevo a Sevilla, complacerse con la viuda engañada.

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