Huir de la Bienal

18 de septiembre 2024 - 03:07

La vida de uno no es más que una suma de taras que el paso del tiempo no resta ni diluye. No sé si es una tara o un fracaso confesable decir que no me gusta el flamenco. La Bienal de Sevilla viene a recordármelo cada dos años. Pero el tablao del griterío que hay en las Setas de la Encarnación me lo recuerda casi a diario. Ocurre cuando atravieso el pasillo que une el acceso norte al mercado con los bares de copa larga ideales para un sábado de tardeo (y mucho hortereo). Del tugurio de las Setas me suele llegar su rebumbio de alaridos, palmoteos y taconeos, lo que atrae a los turistas que aguardan el acceso al show de la estafa y que luego, a altas horas, muda a espacio de discoteca para la cachorrada del iTunes, el reggaetón y el K-Pop.

Disculpen mis cuitas. Pero durante años quise saber qué oscura razón me impedía el contacto cordial con el flamenco. No pasé nunca de los fandangos de Rocío Jurado, de algún Cante de las Minas y de ciertas modernuras tras el Omega de Morente y Lagartija Nick. Prefiero el folk, el fado, el syrtaki y el tsembekiko griegos, el country, la sevdalinka bosnia, la jota aragonesa y todo el folclor a la turca que grabó Fatih Akin en Cruzando el puente: los sonidos de Estambul. Alguien dirá que desprecio machadianamente cuanto ignoro. Antes a uno le daba reparo confesar que no le gustaba el flamenco ni, por supuesto, el flamenquito, esa excrecencia ideada para amenizar bodas deprimentes, terrazas de hotel y veladores de bares.

Mostrar cierto reparo al flamenco era como traicionar la cuna propia. A mis conductos auditivos no le llegó nunca el supuesto embrujo de este arte nuestro. No me entra por los ojos el tronío, lo hondo trémulo, el palmoteo, el descuaje en la jeta, la revolera de mantones, la rabia con sangre y miel, los dichosos oles, la negrura lorquiana, el alma reventona, la mueca grave del cante… No me seduce en absoluto lo transgresor del jazz-flamenco. El ahora exitoso Israel Fernández sólo me remite a la estampa de un Cristo melenudo. No me va tampoco, por poner, el cante de José de la Tomasa ni el de Esperanza Fernández (su rostro XXL en el Metrocentro apabulla al desprevenido viandante).

Dejo las críticas a los críticos, la sapiencia a los sapientes. Dice por aquí Manuel Bohórquez que la Bienal sigue viéndola como “un enorme gazpacho”. Achaca a los tiempos de Ortiz Nuevo la supuesta devaluación de la cita, que empezó a vender como flamenco lo que no era. No sé, la verdad, cuándo se jodió el Perú en clave flamenca. Pero ni aun siendo la Bienal un gazpacho me tienta su sorbito en el verano que por fin expira.

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