La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Asunción es la aldea de los galos contra el turismo invasor
NO parece un momento especialmente oportuno, rodeados como estamos de irracionalidad por todas partes, para defender ideas vagas o enredarse en debates bizantinos, pero si es cierto -la actualidad nos lo recuerda a diario- que el sueño de la razón produce monstruos, no lo es menos que la arrogancia cientifista puede conducir a extremos inhumanos. Ya ocurrió a comienzos del siglo XX con la fiebre de la eugenesia, impecablemente combatida por el inmenso Chesterton, y aunque algo hemos aprendido desde entonces sobre las consecuencias aterradoras que pueden tener los experimentos de ingeniería social, siempre hay sabios locos -por lo general respetables profesores de suaves maneras y sonrisa beatífica, nada que ver con los supervillanos de las historietas- dispuestos a hacer realidad las peores pesadillas.
Dicen los entendidos que el vasto ámbito de la neurociencia es uno de los más fecundos y prometedores de nuestro tiempo, pero leyendo acerca de sus avances o de otros ligados al campo, por definición inquietante, de la genética, nos asaltan serias dudas sobre la finalidad última de según qué investigaciones. "Podemos hacer que la gente sea más o menos honesta", sostiene un experto en neuroeconomía, quizá sin apercibirse de que ese menos -sumado al uso de la primera persona del plural- no nos deja precisamente tranquilos. Parece probado que los caracteres o incluso algunas conductas tienen una cierta base biológica, pero de ahí a predecir el comportamiento -no digamos a condicionarlo, como desearían los aprendices de brujo- media un trecho que podemos recorrer gracias a las distopías de las novelas.
A veces querríamos no saber tanto, si con ello abonamos una cosmovisión determinista que nos reduce a semovientes o medio esclavos. Algunos entusiastas de la ciencia consideran la filosofía, como las religiones o el lenguaje del mito, antiguallas prescindibles, pero no hay que apresurarse a enterrar el imaginario que, con sus luces y sus sombras, nos ha acompañado durante milenios. Puede que la libertad sea, como enseñan ciertas escuelas, una suerte de espejismo, pero hay ilusiones dañinas -que confunden, paralizan o nos desalojan del presente- y otras que actúan como poderosos estímulos. Incluso si algún día se demostrara que no existe nada parecido a un margen de acción para elegir, siempre será preferible, al angustioso concepto de la predestinación, el horizonte abierto del libre albedrío.
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