Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
EN estos días de precampaña, Pablo Iglesias anda inmerso en la lectura del Fouché de Zweig, y así lo ha hecho saber a la divertida concurrencia. Hasta el momento, se ignora si esto obedece a una curiosidad por las hazañas del viejo ministro de Policía de Napoleón, o es fruto de su admiración por el escritor austriaco. En cualquier caso, resulta meritorio que nuestros próceres dediquen sus menguados ocios a la lectura, y no vamos recriminarle un gesto tan heroico como infrecuente. Sí querríamos advertirle, por si se le hubiera pasado, que la figura de Fouché debe su fascinación a una oscuridad violenta e insondable; y que con tales virtudes -las inexistentes virtudes de Joseph Fouché, duque de Otranto- el señor Iglesias se hace un magro favor, postulándose acaso como un Fouché posmoderno.
Es célebre la frase de Chateaubriand, cuando encontró en palacio a Talleyrand del brazo de Fouché: "de repente -escribe el vizconde-, entró el vicio apoyado en la traición". Siendo aquí el vicio el propio príncipe de Talleyrand, obispo de Autun, y correspondiendo la traición a nuestro Fouché, cuya ejecutoria política va de la Revolución al Imperio, y entre cuyos logros cabe destacar la caída de Robespierre, el destierro del Sire y la muerte del duque de Enghien. Uno entiende que el señor Iglesias, con su facilidad para la promoción periodística, ha querido subrayar la soberana astucia de Fouché, y no tanto su ominosa primacía en las cloacas del Estado. Pero Fouché es lo contrario de un idealista (es la negación del idealismo en cualquiera de sus facetas), y el prestigio del señor Iglesias vive de presentarse al electorado como una encarnación, algo desaliñada, del viejo idealismo decimonono. Con lo cual, uno le recomendaría la lectura de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand; y en última instancia, uno le sugeriría una mayor atención al propio Zweig, que acudió a la figura de Fouché, no por sus virtudes cívicas, no por su formidable ductilidad política, sino por su profunda significación, equívoca y adversa, de lo público.
En el responso que leyó Zweig ante el cadáver de Freud, es posible encontrar no sólo el elogio de un amigo, sino una idea civilizatoria de la que ambos fueron partícipes. Esa idea es la que Zweig quiere preservar del aventurerismo político, de la inmoderada sed de poder que Fouché representa. No sabemos si el señor Iglesias ha adivinado la terrible encrucijada, la visión del abismo, que duerme entre sus páginas.
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