Acción de gracias

Herencia

Hoy he preparado gazpacho, que no sólo es un antídoto contra el calor, es un antídoto también contra la tristeza

En un principio, en los tiempos de nuestras abuelas, se hacía con mortero, en un proceso más aparatoso y más arduo en el que la cocina se salpicaba de manchas rojas o anaranjadas, dependiendo del color y la intensidad de los tomates, como cuando mi madre, algo después, ya con otra tecnología a su servicio, lo elaboraba con una batidora pero luego pasaba por un gran colador -el chino- aquellas verduras trituradas para convertirlas en una sopa fría fina, sin grumos. Hoy he preparado gazpacho, que no sólo es un antídoto contra el calor, lo es también contra la tristeza, y he sentido al lavar y cortar los ingredientes, al mezclarlos esta vez en un robot de cocina, que proseguía de otra manera una tradición, que perpetuaba un legado. Pruebo una cucharada, para ver si hay que rectificar la sal, y la memoria se me dispara. Me ata al presente -el primer gazpacho del año trae la promesa de los meses de luz que aguardan-, pero me traslada igualmente a los veranos felices de la infancia, también a las vacaciones posteriores o a las amistades que surgieron bajo el sol.

Leo en internet que Sebastián de Covarrubias lo definió como "comida de segadores y de gente grosera", cuando la receta aún no había incorporado el tomate y aquello era un amasijo de pan desmigado y aceite y vinagre, y no puedo evitar imaginarme al autor de esa descripción como un tipo estirado y elitista que no sabía disfrutar de los placeres sencillos: es en esas combinaciones aparentemente modestas -ahí están las papas aliñás de Sanlúcar- donde el sabor es más genuino y poderoso, es en las verdades pequeñas donde los dioses revelan su existencia. Me acuerdo de algún almuerzo en casa de Carmen Laffón, en la playa de la Jara, en el que ella nos contaba que para su padre, eminencia de la pediatría y la medicina, un vaso de gazpacho proporcionaba la alimentación más completa. Pienso luego en mi amiga Inma, que ahora cuida un huerto, y me emociona ver a alguien que trabaja la tierra y observa cómo crecen los frutos hasta llevarlos a la mesa, uno de tantos milagros de cómo la vida se abre paso, y entiendo que el gesto de cortar unos tomates y regarlos con aceite adquiere el rango de celebración. Asoma también por mi pensamiento, claro, siempre se cuela una película, ese gazpacho con somníferos que Carmen Maura sirve a los policías que la visitan en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Tal vez por esos referentes y evocaciones, o porque cada vez discierno más que la forma en que comemos es también una herencia, un patrimonio, hoy di las gracias por ese plato de gazpacho, tan simple, tan grande, tan próximo al verano. Y no sé por qué, pero en mi fantasía irrumpió entonces aquella sandía que pintó Frida Kahlo, que acompañaba de una frase que suscribo: Viva la vida.

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