La ciudad y los días

carlos / colón

Malecón de mármol rojo

Atus plantas, Señor, venimos como olas mansas que buscaran su playa definitiva. Las corrientes de la vida podrán llevarnos y traernos cuanto quieran, a veces alejándonos de ti más de lo que debiéramos o deseáramos, porque somos débiles y la vida no es fácil, pero acabaremos volviendo al malecón de mármol rojo que te sostiene, rompeolas contra el que se estrellan nuestras negaciones y desesperaciones, muelle en el que encontraremos siempre puerto seguro cuando más arrecien las tempestades. "Alto fanal de trágica galeota sobre un mar de encrespada muchedumbre" te llamó tu vecino Rafael Laffón para describirte navegando por la Madrugada, llevando en tus manos enfebrecidas el madero "como asido a un sangriento gobernalle". Playa, malecón, muelle y puerto eres cuando estás en tu altar, nunca inmóvil, siempre dando tu agónica zancada, siempre marcando a la nave la derrota. Por eso a tu espalda se labró, con lógica marinera, la concha última tras las que los tuyos aguardan la resurrección.

No hay engañosos cantos de sirena en tu Basílica, Señor, que atraigan a costas ilusorias para que naufraguemos en arrecifes de consoladoras mentiras. Sólo ofreces la verdad desnuda expuesta con toda su dureza. Pero tu desfallecimiento es nuestra fuerza, tu desvalida ternura es nuestro consuelo, tu fracaso es nuestra victoria, tu muerte es nuestra vida. ¿Quién puede comprenderlo? Si, como escribió alguien, ni el sol ni la muerte pueden mirarse durante mucho tiempo, ¿por qué a ti, tan herido, a quien tan pocos metros separan de una muerte segura, te podemos mirar cara a cara sintiendo una tan firme y seria alegría?

Oigo el ruido de las olas acariciando el malecón de tu pedestal cuando te contemplo, Señor del Gran Poder. Nuestras vidas son esas olas que van y vienen interminablemente, todas iguales y todas distintas, anónimas para los demás porque sólo tú conoces nuestro verdadero nombre, hasta que un día la crecida de la marea nos haga desbordar, pasar como un mar de lágrimas y adioses bajo tus plantas, rozar el talón que tantas veces besamos, atravesar la concha de nuestra definitiva playa y remansarnos tras de ti, en esa plaza de San Lorenzo callada y sin tiempo que también preside el azulejo hermano de Manuel Rodríguez y Pérez de Tudela, con el vecino Sagrario como único latido de vida que asegura que algún día volverán a latir todos los corazones que ahora son ceniza.

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