Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Bárbara, el Rey, Jekyll y Hyde
Hubo un tiempo en que el coche era como la chaqueta de piel de serpiente de Sailor, el protagonista de Corazón Salvaje, la película de David Lynch. Es decir: “un símbolo de mi individualidad y de mi fe en la libertad personal”. Me lo hizo ver el pintor Rafa Zapatero poco antes de que la negra parca se lo llevase. Charlábamos despreocupadamente en alguno de los veladores del Porvenir y yo le contaba la opción cada vez más extendida entre parejas sin hijos de no tener vehículo propio. Todo bastante lógico: se ahorraban el seguro, la ITV, el mantenimiento, el alquiler del garaje... A Zapatero aquello le pareció muy raro. Peor aún, le pareció un horror. “Tú no sabes lo que llegó a significar el coche propio para los de nuestra generación. La sensación de libertad que nos proporcionaba la simple posesión de un Seiscientos o un Cuatro Latas”. Lo he recordado ahora que el presidente Sánchez se dedica al vituperio del Lamborghini y a la alabanza del autobús. A Rafa, que algún parentesco lejano tenía con el ex presidente Zapatero (algo que lo avergonzaba profundamente), no le hubiese importado conducir uno de esos bólidos por las carreteras de la Ruta del Toro, su ya escasa melena al viento. Sin embargo, no me lo imagino en el papel de ciudadano sostenible cogiendo un 30 repleto de humanidad. Eso es algo que nos corresponde a los periodistas con conciencia social y ambiental, familia numerosa y poder adquisitivo en consecuencia.
Y sí, el dandi-macarra Sailor tenía razón, hay algo en los cochazos que nos conecta con la libertad salvaje, por mucho que de su uso abuse toda una fauna de tipejos y mediocres con más cuenta corriente que alma. A la memoria también me viene el libro Mi España particular: guía arbitraria de los caminos turísticos y gastronómicos, en el que un orondo y cínico Edgar Neville, más señorito que nunca, recorre la Península como un anti-Quijote en su Aston Martin similar al de Bond, James Bond. Un libro no apto para los meapilas del igualitarismo y gordófobos de la Señorita Pepis.
Soy consciente de que el planeta anda herido, y que el transporte público, con su moralina maoísta, es una de las soluciones; también de que no caben más coches en las ciudades y que el petróleo se acaba. Pero todo eso no quita que sintamos fascinación por la belleza de esos purasangres del motor que son los bólidos. Hace muchos años me reí cuando vi una fotonoticia en el Hoy que se titulaba “Un Ferrari Testarossa en las calles de Badajoz”. Hoy comprendo lo necia que era mi risa. Sánchez nos quiere a todos en el Tussam y a él en el Falcon. En este país de gañanes no hay nada más rentable que activar el rencor social, la envidia cochina. ¡Vivan los Lamborghinis, carajo!
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