Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
Quizá porque las esposas sobreviven a sus maridos en mayor número, quizá porque los dedos masculinos suelen ser más gruesos que los femeninos, es, o era, más habitual ver a viudas llevar puestos los dos anillos de su matrimonio que a viudos. En el dedo corazón, a veces. O en el anular casi siempre, detrás del propio, tope para que la holgura del legado no lo haga caerse.
Mi madre, alta para su generación, esbelta, tenía dedos finos que se engrosaron a fuer de trabajar en la tienda-carnicería paterna desde niña, de bregar con sus cuatro hermanos menores desde que, a los ocho años, quedó huérfana de madre. También, decía, por crujírselos. Costumbre que he heredado. Como su memoria para fechas y datos. O, en parte, su peculiar termostato corporal: apenas se abrigaba. O su tono de piel, no su tersura, que de joven mantenía con agua lloviza. O cierta conformidad silente, tan ajena a chácharas. O esa propensión a exteriorizar poco los afectos, tantas veces icebergs cuyas puntas no revelaban cuanto latía oculto. No, desde luego, su inteligencia transparente, pura, sin aristas ni recovecos, sin ironías ni malicias. No su bondad ingenua, resistente a embates y desencantos. Por eso, el anillo de su marido, mi padre, entró sin holgura en el dedo anular que llevó el suyo durante medio siglo largo. Hasta que un día creyó perderlo, tal vez empujado por el asidero del andador que la guiaba por la calle Castilla, más ancha que larga la tarde en que la recorrí buscándolo. Cómo iba a encontrarlo, si estaba en el cajón del armario donde guardaba las cosas personales de su marido, cartas, fotos, gafas, donde debió de caer una de tantas jornadas en que trastearía entre ellas, esa manera de quien enviuda de acompañar su envolvente soledad.
Allí lo encontré dos días después de su muerte y allí recordé su gesto de niña desamparada, triste aunque conforme, la tarde en que lo creyó perdido. Ahora lo guardo con el de ella, los dos ya juntos, desde poco después de la noche en que, tras una tarde de llamadas sin respuesta, mientras Betis y Sevilla empataban cero a cero (anillos futboleros), corrí a su casa para saber lo que ya intuía, y la encontré caída sobre su odiado andador, y cerré sus ojos, sorprendidos aún por tan sobrevenida como buena muerte. Este diciembre hace ocho años. Ocho: dos anillos superpuestos. Que tumbado simboliza el infinito. Lo que, según Pedro Salinas, el amor inventa en la corporeidad mortal y rosa de quien se ama. La auténtica poesía es tan grande que siempre dice más de lo que dice. Y ese infinito que el amor inventa en su corporeidad mortal y rosa pueden ser los hijos, y los hijos de los hijos, etcétera, de quien es madre. O también que sólo quien sienta crecer en su corporeidad mortal y rosa esas otras corporeidades que el amor crea, conozca la inmensurable y verdadera medida del infinito, del amor infinito. Ése ante el que cualquier otro, finito así dure una eternidad, palidece.
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