Clara Zamora Meca

El árbol de Navidad

La costumbre del árbol de Navidad se remonta a principios del período barroco, en Estrasburgo

07 de diciembre 2018 - 02:33

Hablando hace unos días con un personaje wildeano sobre el encanto que posee el inicio del invierno, de ese ritmo que se avecina por unos paisajes y acontecimientos que, a pesar de repetirse cada año, provocan sentimientos diluvianos ante la realidad de que otro año se va, me decía que a él todo le remitía a las manzanas doradas de la mitología clásica. El brillo dorado de esas frutas, aseveraba mi sutil y refinado interlocutor, es el germen de la simbología del árbol de Navidad.

El clima intelectual y emocional europeo no ha cambiado tanto, continuó mientras encendía un cigarro puro. Deseé que me inundara con el humo, pero no lo hizo. La costumbre de poner en las casas un árbol de Navidad se halla atestiguada en las usanzas de Estrasburgo, a principios del período barroco. Los suecos, durante la Guerra de los Treinta Años, lo llevaron a Alemania. Goethe se sorprendió muchísimo al ver uno en casa de un amigo, en Leipzig. En ese momento, se encendieron las luces de la calle. Qué insólito sesgo toma un coloquio por el repentino cambio de alguna luz. La electricidad nos avivó, comenzaba el juego de luces, Sevilla resplandecía aquella noche.

Mi interlocutor insistió en que bebiéramos algo. Me sentía cohibida y no quise sugerir mis apetencias, así que esperé a que lo hiciera él. Estábamos en su casa, muy cercana a la calle Miguel de Mañara. Pidió que nos sirvieran un jerez seco. Tras probarlo, continuó con imperiosa precisión relatando que, hacia mediados del siglo XIX, la costumbre alemana se introdujo simultáneamente en Inglaterra, por obra del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria; y en Francia, gracias a la princesa Helena de Mecklemburg, duquesa de Orleáns, y de las familias protestantes de Alsacia y Alemania. La emperatriz Eugenia fue esencial en la instauración definitiva que esta tradición tuvo durante el Segundo Imperio. España siguió el modelo francés, que, progresivamente, se popularizó en todo el mundo occidental. Los ambientes familiares disfrutaban entonces como ahora de la tradición. Para los niños, concluyó, tiene vida y vestirlo cada año es una inmersión en un mundo de fantasía.

Un cálido y opulento silencio nos inundó por un buen rato. Imaginaba las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, su mágico brillo, y al dragón inmortal de cien cabezas custodiándolas bajo la ley divina, símbolo del todo y de la nada. Mi interlocutor me miraba fijamente, parecía adivinar mis pensamientos. Sin moverse, me preguntó con un susurro: "¿Más vino?". El fuego crepitaba. Encendido de luces, dorado de manzanas, manifestación de maravillas, quimeras decentes, verificación de lo deseable y de lo improbable: como un árbol de Navidad.

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