La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El teleférico, el talismán perdido
Un día en la vida
Resulta impúdica la noción pandillera que tienen muchos políticos de la gestión pública, como si les resultara imposible ejercerla junto a desconocidos eficaces bajo tratamiento de usted y con los que la afinidad y la sintonía brotarán y aumentarán a medida que el trabajo se haga con rigor y decencia y, sobre todo, con el sentido común que exige el cargo. Pero no, tienen que rodearse de compadres. O de compinches. Gente, como suele decirse, de su misma cuerda. No importa la magnitud del poder que se les ha conferido, tanto si trasciende por su influencia más allá de las propias fronteras o si está limitado a un ámbito mucho más doméstico. Como jefe de una camarilla política queda ya un paradigma en la historia contemporánea: Richard Nixon. Pero en sus aledaños, seguro que cualquier vecino encuentra algún caso mucho más cercano. Por ejemplo, el ex alcalde de mi pueblo, que llegó a mandar mucho, en tiempo y forma, también gustó de ejercer el poder así, rodeado de su basca. Ahora cumple condena en la cárcel. No es que necesariamente una cosa lleve a la otra, pero suelen confluir con más frecuencia de la que creemos. En los despachos donde se cuecen los negocios del poder la lealtad y la fidelidad, que no son más que adulación disfrazada, tienen la solidez del humo que sale por la chimenea de un crematorio.
Y es que con la excusa de que sus "más estrechos colaboradores" tienen que ser "gente de confianza", el jefe convierte el ministerio, la consejería, la alcaldía -lo que toque- en algo parecido a una peña. El ministro del Interior también es de ese corte. O al menos fue lo que quedó patente tras su designación. Lo mismo da que el presidente del Gobierno lo hubiese nombrado ministro de Agricultura o de Justicia, esto es lo de menos: habría tenido a mano negociados para repartir entre su clan, entre varios de los suyos, formado por calcos humanos de sí mismo, con un perfil, un estilo, un talante y por supuesto un origen -esto es clave- casi idénticos al de él. Es un procedimiento que facilita después al jefe, pero también al resto del grupo, reconocer a cada miembro como uno de los nuestros. Esa pertenencia a la panda es un blindaje. Una vez dentro tienes que hacerlo estrepitosamente mal -es decir, poner en peligro la existencia de la grey- para no contar con el abrigo y el calor de los colegas de la pandilla en medio de la nevada. Aunque te lleguen vía móvil o por e-mail, porque en la ciudad en la que estás a solaz las conexiones telefónicas e internet funcionan rematadamente bien.
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