La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El teleférico, el talismán perdido
Solo hay dos caminos: el de la educación o el de la represión. Utilizo educación no en su acepción de instrucción en conocimientos, sino en la de cortesía y urbanidad. Cortesía alude a los actos con los que se manifiesta atención, respeto o afecto hacia otra u otras personas, y urbanidad, al buen modo en el trato con los demás. Desde los años 60 la cortesía y la urbanidad -esta última enseñada de antiguo en las casas y los colegios- se han ido considerando cosas desfasadas, rancias y reaccionarias a las que había que oponerse practicando sus opuestos de grosería, agresividad, vulgaridad o gamberrada. La educación entendida como cortesía y urbanidad -aúnenlas en la palabra civilidad- es lo más importante para la convivencia, desde la familia, una comunidad de vecinos, los ocupantes de un autobús o quienes acuden a un centro de salud hasta el funcionamiento entero de la sociedad. Si las relaciones sociales no están regidas y contenidas por ellas la convivencia se agría y la vida cotidiana pierde su calidad primera y más básica, entrando en un bucle de degradación que conduce a la violencia. Tanto la provocada por los maleducados y gamberros como la ejercida por los poderes públicos para ponerles freno. A las que hay que añadir la de los ciudadanos agredidos que se ven obligados a autodefenderse.
Lo recordaba leyendo al compañero Manuel Ruesga: la Plaza de Armas será vallada para evitar botellonas y actos vandálicos. A falta de educación, represión. A falta de autocontrol, vallas. Es un círculo en el que se unen los educadísimos y cultísimos arquitectos que alardean de crear espacios duros y la ninguna educación de los gamberros que encuentran en ellos territorios que les invitan a ejercer sus habilidades: muchos espacios, y a veces barrios enteros, parecen creados para dificultar la convivencia y alentar la agresividad de los vándalos hacia sus conciudadanos y los espacios públicos, su desafección para con una ciudad que les trata a ellos con idéntica desafección. En 1967 escribía Henri Lefebvre en su clásico El derecho a la ciudad que, junto a los derechos fundamentales a la libertad, el trabajo, la salud o la educación debía incluirse el derecho a la ciudad, es decir, el derecho de los ciudadanos a vivir en territorios que favorezcan la convivencia y el desarrollo personal y colectivo. Medio siglo después no se ha avanzado mucho. Y el incivismo agrava las cosas.
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